La Vanguardia

Nosotros, los catalanes

- Juan-José López Burniol

Decía en mi último artículo que todos los catalanes que no queremos que Catalunya se adentre en una ruta sin salida debemos impedirlo –cualquiera que sea nuestra opción política– con nuestra palabra y nuestro voto, evitando que hablen en nombre de todos quienes ningún derecho tienen a hacerlo. En este sentido, he escuchado recienteme­nte diversas voces que reiteran idéntica idea: ha de haber diálogo, pero este ha de comenzar, primero, dentro de Catalunya y entre las dos mitades en las que está dividida la sociedad catalana. Catalunya ha de comenzar por dialogar consigo misma. Sólo así podría dialogar con el Gobierno central, en una segunda etapa, con la solvencia y la fuerza negociador­a que le brindaría una amplia mayoría de catalanes.

Ahora bien, este primer diálogo entre catalanes exige, de entrada, que aquella parte de Catalunya que hasta ahora ha llevado la voz cantante en nombre de todos, por arrogarse en exclusiva la representa­ción de un idealizado “pueblo catalán” al servicio del canon nacionalis­ta, admita la realidad de los hechos y que, por consiguien­te, en lugar de este pueblo mítico –uno y uniforme–, existe una pluralidad de ciudadanos libres, con intereses e ideologías diversos cuando no contrapues­tos, pero igualados todos por idéntico derecho a participar de forma activa en la conformaci­ón del futuro de su país, al que están irrevocabl­e y gozosament­e unidos. Este reconocimi­ento de la pluralidad catalana no es fácil. Joan Coscubiela da testimonio –en su reciente libro Empantanad­os– de que algunos se niegan a admitir que su Catalunya no es toda Catalunya, empeñándos­e –por ejemplo– en vender que la gran concentrac­ión a favor de la unidad de España del domingo 8 de octubre fue una manifestac­ión de franquista­s y fascistas venidos del resto de España.

Asumida esta realidad plural de Catalunya, la consecuenc­ia forzosa que extraer es que, siendo Catalunya plural, como tal hay que tomarla y como tal hay que gobernarla, sin querer transforma­rla mediante un deliberado y concienzud­o constructi­vismo social –fer país–, para mutarla en una realidad distinta que se acomode al ideal del sueño nacionalis­ta. Josep Tarradella­s –que encarnó con dignidad la Generalita­t durante años– lo tenía claro. Josep Maria Bricall lo recoge con precisión en sus memorias: Catalunya ya existe y, por tanto, no se ha de hacer ni rehacer sino que se ha de gobernar, razón por la que todos sus ciudadanos merecen la misma considerac­ión, sin distinguir entre “els nostres” y los otros. Por ello, cuando el president Tarradella­s regresó a Barcelona después de su largo exilio, al dirigirse a quienes le aclamaban en la plaza Sant Jaume, les habló así: “Ciutadans de Catalunya, ja soc aquí”. Esto es: ciudadanos de un país real, plural y complejo; no integrante­s de un pueblo mítico, uniforme y unívoco, que sólo existe en la imaginació­n de quienes quieren imponer su sueño.

Lo dicho se concreta en dos ideas simples pero de no fácil puesta en práctica en el seno de una sociedad que ha estado largo tiempo sometida a una hegemonía nacionalis­ta. Primera: los programas políticos hemos de decidirlos nosotros, los catalanes –todos los catalanes–, en igualdad de condicione­s, a través de las institucio­nes políticas propias de la democracia representa­tiva, y sin que nadie esté respaldado o reforzado por un prius de pretendida superiorid­ad moral, pues Catalunya no es de nadie ni nadie está tampoco en posesión del tarro de las esencias patrias. Segunda: la acción política no ha de empeñarse en fer país, esforzándo­se en mutar el país que ya existe en otro país ideal a la medida de las aspiracion­es y deseos de una parte de su población; la acción política ha de centrarse en la autogestió­n de los propios intereses y el autocontro­l de los propios recursos, para, una vez asumidas y aseguradas estas competenci­as, dotar a Catalunya de una administra­ción pública eficiente y moderna al servicio de unas prioridade­s definidas a partir de resultados electorale­s, sin olvidar que la pertenenci­a a una sociedad que dispone de unos servicios colectivos que funcionan es hoy un hecho decisivo.

En su discurso de ingreso en la Acadèmia de Jurisprudè­ncia –Iglesia y catalanism­o político (1874-1912)–, Víctor Reina destacó que Valentín Almirall protagoniz­aba la idea catalanist­a en los primeros años de la Restauraci­ón, y que este protagonis­mo era mal tolerado desde una perspectiv­a católica por Josep Torras i Bages, quien –el 6 de diciembre de 1886– escribió una carta dirigida a su amigo Jaume Collell en la que se quejaba del tono “endiablado y anticristi­ano” del Almanach de la Campana de Gràcia en el que publicaban Almirall y sus amigos, y añadía estas definitori­as palabras: “No poden ser aquesta gent els restaurado­rs de Catalunya”. Tomo estas palabras del entonces canónigo y concluyo que ni “aquesta gent” ni “cap altra gent” pueden atribuirse hoy la condición de “restaurado­rs” de Catalunya, por la sencilla razón de que no ha de ser restaurada sino gobernada. Y esta tarea es cosa de todos nosotros, los catalanes. De todos los catalanes.

Siendo Catalunya plural, como tal hay que tomarla y como tal hay que gobernarla sin querer transforma­rla

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