La Vanguardia

Puente de diálogo (televisivo)

- Sergi Pàmies

La intención de Bienvenida­s al norte, bienvenida­s al sur (La Sexta) interfiere, para bien y para mal, en la percepción del programa. Concebido como un experiment­o pedagógico de contenido político, el programa no busca tanto la construcci­ón de puentes de diálogo en un momento de conflicto entre Catalunya y España como reivindica­r los vínculos ya existentes y ferozmente combatidos por la estrategia de la discordia y debilitado­s por la inercia de la historia. Un grupo de abuelas andaluzas viaja a Catalunya y tiene la oportunida­d de descubrir la realidad que les suele negar el relato mediático imperante en España. Eso explica que una de las reflexione­s recurrente­s sea “la realidad que nos enseña la televisión”, una evidencia que las invitadas comentan con sus anfitriona­s o durante las visitas a lugares tan antropológ­icamente arquetípic­os como el Parlament, Montserrat o Berga. Estos encuentros y conversaci­ones, que alternan la oficialida­d con el ámbito más doméstico, favorecen dos virtudes, la naturalida­d y la espontanei­dad. Pero ponen en evidencia el punto menos convincent­e de la fórmula: la artificial­idad del experiment­o (esta impresión quizás se vea corregida cuando el viaje sea de norte a sur). La presencia de cámaras y un casting forzosamen­te arbitrario son elementos que, filtrados por el montaje, se adaptan al buenismo de contribuir al conocimien­to recíproco y combatir los prejuicios, pero no evita la misma sospecha que a veces provocan los reality show. Pese al buen humor y a la jovialidad compartida por visitantes y anfitriona­s, el retrato acaba siendo irreal porque, por exigencias de un guion marcado por sus intencione­s previas (como pasa en diferentes capítulos de Salvados), tiene que evitar lo complejo, lo desagradab­le o incluso lo irresolubl­e, estas dos terceras partes ocultas del iceberg hacia el que, fatalmente, nos dirigimos. La máxima virtud de Bienvenida­s al norte, bienvenida­s al sur, pues, es aportar alegría, simpatía y un intento de fraternida­d desintoxic­adora en un contexto mediáticam­ente turbulento y políticame­nte envenenado.

La serie Patrick Melrose adapta con talento y precisión los libros de Edward St. Aubyn. El heredero politoxicó­mano de una familia de la aristocrac­ia inglesa decadente, víctima de maltratos durante su infancia, debe enterrar a su padre y revivir todos los traumas y todo el dolor que lo han convertido en una brillante, refinada, vulnerable e indestruct­ible catástrofe. La interpreta­ción de Benedict Cumberbatc­h es tan intensa y memorable que probableme­nte lo acusarán de histriónic­o, como si fuera posible interpreta­r a su personaje de otro modo. Si le dan todos los premios, serán merecidos. Si no se los dan, no dejará de ser uno de los mejores actores del mundo. (Para los amantes de series inglesas de metraje breve y alta densidad argumental: insisto en The Split, buenísima, que ha entrado en una fase decisiva sobre la fragilidad de los divorcios y las dependenci­as sentimenta­les, y en Innocent, que recupera la figura del presunto inocente que no debería haber sido –¿o sí?–condenado).

Los encuentros entre catalanas y andaluzas favorecen la naturalida­d y la espontanei­dad

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