La Vanguardia

“Cómete los calcetines y ponte las galletas”

Olivia Rueda, realizador­a, sufrió un ictus y cuenta la historia de cómo recuperó el lenguaje

- KIM MANRESA IMA SANCHÍS

Soy barcelones­a. Tengo pareja, Roberto, y dos niños, Martina (14) y Leo (9). He trabajado en TV3, primero como montadora y después como realizador­a de documental­es. Un ictus me retiró hace 8 años. Soy socialista y no encuentro socialista­s. No creo en dioses, pero me quejo o agradezco al guionista

Qué hace usted ahora? Observo. Cuando uno se queda sin habla ve muchas cosas que antes no veía. Todos los estereotip­os se hacen obvios. Pensar es el mejor juguete. Los afásicos estamos todo el rato sobre nuestro cerebro porque nos cuesta mucho hablar. Estamos muy presentes.

Ocurrió de sopetón.

Sí, tuve un ataque de epilepsia y descubrier­on que estaba provocado por una malformaci­ón en mi cerebro. En la tercera operación tuve un ictus. Desperté con medio cuerpo paralizado y sin poder expresarme con palabras.

Tuvo que empezar de cero.

Hostia, hostia, hostia fueron mis últimas palabras. Curiosamen­te los tacos suelen ser las últimas palabras de los afásicos, independie­ntemente que sean catedrátic­os u obreros, es una síntesis de qué me está pasando.

Abraham Verghese me dijo aquí que el subconscie­nte de cualquier paciente dice al médico: “¡Papá, mamá, ayúdame!”.

Sí, eso es lo que necesitas, y hay médicos que te acogen y te adoptan; otros que no te miran a los ojos, que son distantes y robóticos en sus despachos frigorífic­os, cubículos blancos y asépticos.

Tenía usted 41 años.

Antes de la operación, uno de esos médicos robóticos me explicó que podía morirme o quedar afásica. Sin duda, por comparació­n, lo segundo me pareció una buena opción, pero entonces me dijo: “Hay tipos de afasia ante las que yo preferiría morirme”.

¿Cómo lo ha vivido usted?

Al principio sólo fui capaz de repetir la palabra

canciones. Varias veces, sin sentido. Cuando quería explicar algo decía: “Canciones, canciones, canciones”, es lo único que me salía.

¿Por qué es tan terrible?

Porque te sientes terribleme­nte sola. Sientes pánico, y eso hace que estés enfadada con todos, que te sientas en medio de un mundo al que ya no perteneces. Es una sensación de impotencia enorme, eres absolutame­nte dependient­e.

Odiaba mi vida, y el odio no es selectivo, arrasa con todo. Odias tus ojos siempre al borde del llanto, tu cara, tu lengua que se ha vuelto tonta. Odias a los normales, incluso odias a tu pareja, que se desvive por ti, pero tú quieres que te dejen en paz. “Menos mal que no puedo hablar, pensaba, porque si no me quedaría sin amigos”.

¿Vivía aislada?

Recuerdo que me ocurrió algo en el ojo derecho, un efecto raro, veía como a través de un prisma, como si fuera una mosca, pero no podía explicarlo. Era como un muñeco de trapo, sin fuerza, sin control.

Pero el tiempo pasa...

Intentar comunicarm­e con los demás se convirtió en una humillació­n. La angustia y el miedo hacen que quieras estar en el sofá todo el rato, o mejor aún: en un agujero debajo del sofá. Sólo me preocupaba­n los niños.

Quieres ser fuerte para ellos.

Claro, pero en realidad lo que me apetecía era ser pequeña en los brazos de mi padre. Y te sacan del sofá y te llevan a la Guttmann, primero no quieres entrar y luego no quieres salir.

Allí todos están frágiles.

Conoces a otros como tú y sabes que has tenido suerte. Pero si algo no soportábam­os ninguno es ese discurso barato de que si quieres, puedes. Muchos se superesfue­rzan y no salen adelante.

El humor nos salva.

Sí, te aferras a la risa con los que te entienden y huyes de los quejicas. Pero incluso hoy, que he mejorado mucho, la gente me mira raro cuando voy al mercado y me salen cosas del tipo: “Quiero cuatro sardinas azules”, y eso que ensayo.

¿Cómo ha ido con sus hijos?

Cuando sufrí el derrame, Martina tenía siete años, y Leo, dos. Su madre, que debía enseñarles, no sabía escribir y hablaba peor que ellos. Yo huía de sus amiguitos. Pero con ellos todo resulta sencillo, puedo decirle a Leo “cómete los calcetines y ponte las galletas”, y él se come los cereales y se pone la chaqueta. No me corrigen, no me recuerdan que tengo un problema.

Para poder escribir hay que saber hablar.

Sí, por eso he titulado el libro No sabes lo que me cuesta escribir esto. Y ya no quiero escribir nunca más. Cada vez que le hago una nota a mi hijo tipo “mañana irás al médico”, tengo que escribirla en sucio cinco veces, una media hora.

¿Cómo fue aprender a escribir?

Tardé meses en aprender las letras, pero hacer una frase es complicadí­simo. Dudo de mí y le pregunto a la logopeda: “¿Yo soy más tonta?”. Ella se enfada: “Eres afásica, no tonta”.

¿Ha aprendido algo de esta enfermedad?

Lo importante que es el lenguaje, pero no me levanto por la mañana y veo el sol más luminoso: no hay nada bueno. Yo amaba mi profesión y mi vida. Hoy sé que hay muchísima gente buena y algunos malos que hacen mucho ruido.

¿Ha domado al tigre?

Fue la metáfora del primer médico que visité. Me dijo que en mi cerebro había un tigre durmiendo y que se había despertado. El tigre sigue ahí, mi cabeza podría volver a petar en cualquier momento, de hecho se comió a la Olivia de antes. El lenguaje también nos sirve para construirn­os un personaje, y yo estoy en construcci­ón, intentando ser en una cabeza que olvida los nombres de las cosas, los números...

...

Ahora quiero abrazar, he aprendido a abrazar a todo el mundo.

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VÍCTOR-M. AMELA IMA SANCHÍS LLUÍS AMIGUET

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