La Vanguardia

Melancolía pinturera

- parejas sin hecho JOANA BONET

Dejó escrito H.L. Mencken, maestro del sarcasmo entre otras muchas cosas –del que acaba de publicarse en nuestro país la fantástica antología De la felicidad y otros escritos (Trama Editorial)–, que “cuando oigas a un hombre hablar de su amor por la patria es signo de que espera que le paguen por ello”. Y no son pocos quienes recuperan ese pensamient­o ante el despliegue de patriotism­o de la marea naranja. Rivera, allí donde mire, ve españoles que duermen abrazando la bandera y se desperezan cantando el himno de Marta Sánchez.

Marta es mujer de voluntad y esfuerzo. Mirada melancólic­a, un padecimien­to, cierta incomprens­ión hacia el personaje. Su padre fue cantante de ópera, y su padrino, el tenor Alfredo Kraus. Le regalaron una guitarra por su primera comunión, y con 13 añitos ganó un concurso con una canción dedicada a la Virgen María, María, una amiga más. Torrebruno y Sabadabadá serían el siguiente paso. Modosa, con la guitarra en el regazo y un jersey rosa por el que asomaba unos cuellos de camisa de encaje, cantó en busca de raíces y esperanza. Era 1981 y la movida imponía otra estética (por no meternos con la ética). Pero ella, decidida a hacer de la música su forma de vida, se pagó un book y comenzó a moverlo por el foro. La oportunida­d llegaría en un casting para vocalista de Olé Olé, tras la espantada de Vicky Larraz. Eran los tiempos de Sabrina, Samantha Fox y bustos desbordado­s.

En los noventa quiso trocarse en Marilyn Monroe, cantando en una fragata de la Armada española destinada en el golfo Pérsico. Quiso ser Marta de España. Se hizo solista. Amores, gimnasio, guitarra. Fue madre. Calentó su voz con los flamencos y llegó a cantar a Billie Holiday por derecho. Se buscó aquí y en Miami. Marta, una buena tipa, a veces ingenua, curranta y emotiva, sexy, rubia entre las rubias, algo borrada del foco. Hasta lo del himno. “Rojo, amarillo, colores que brillan en mi corazón y no pido perdón...”. Hubo estupefacc­ión y arrebato. Rajoy, Rivera, Esteban Pons enviando tuits de felicitaci­ón a @Martisima-SoyYo por haber superado a Pemán. Los amantes del buen gusto, en cambio, se pusieron a temblar. “La vergüenza de tener que deglutir estos versos cada vez que suena el himno. Poesía en las escuelas ya, por favor. Urgencia patriótica”, escribía un profesor de literatura en Chicago. Ella ha dicho sentirse abrumada. “Ya puedo irme tranquila a la tumba”. Lágrimas para la posteridad, olé y olé. Cuando Eduardo Zaplana se codeaba con Julio Iglesias, vestía telas brillosas de raya diplomátic­a al más puro estilo Chicago años veinte. Aunque más regordete y con el pelo dibujado con escuadra y cartabón, ya se acercaba a ese aire mitad truhán, mitad señor que alcanzaría aquel mozo cartagener­o, trasplanta­do al llamado modelo Benidorm –una orgía de ladrillos en vertical y un ejemplo asombroso de ciudad sostenible–. ¿Cómo no iba a macerarse su carácter en la explosión continua de varietés de esa playa de acogida para jubilados, guiris, travestis y españoles que madrugan para tener la toalla en primera línea de mar?

El joven Zaplana quiso ser piloto de vuelo, pero abandonó la academia para entregarse a su don de gentes, que le llevaría a alcalde de la ciudad prodigio. Apadrinado por el falangista y senador de Alianza Popular Miguel Barceló –también su suegro–, con el pedigrí que le faltaba creció imparable. Siempre bronceado, con ese compás pinturero del que ríe más alto que el resto, se erigió en un hábil relaciones públicas que soñaba a lo grande. El campeón, lo rebautizar­ía Julio cuando se lo trajo en avión privado para inaugurar Terra Mítica y le pagó mil millones de pesetas. Ya presidente de la comunidad, Zaplana hizo de València la ciudad de los prodigios, la interminab­le fiesta pepera.

Nadie hubo en el PP que lustrara tanto los mocasines, y al que no se le deslizara ni una arruga a pesar de tanto jaleo, ese ir de aquí para allá: ministerio, portavocía, proyectos faraónicos, yates... y adversario­s cada vez más cruentos. Y es que, a pesar de todo eso, Zaplana siempre parecía recién salido de la ducha, fresco y con el chiste a punto. ¿Quién puede resistirse ante tanta higiene de estilo? Se ha recordado estos días, tras la detención, a su asistente sevillano, Gregorio Fideo, rey del sartoriali­smo y del buen planchado, que le llevaba de punta en blanco y le instruyó en el arte de los calcetines largos de punto de seda que los hombre poderosos se acarician cuando cruzan las piernas. Y en la camisa bien remetida dentro del slip, el cuello cutaway inmaculado, el blazer cruzado y los dedos casi en pinza para abrochar el primer botón. Todo eso fue Eduardo Zaplana, además de mago. Naseiro, Ivex, Gürtel, Taula, Lezo... trincaban a todo el mundo, pero él seguía de pie, afrontando la leucemia a la que ha tenido que plantar cara desde hace tres años. Puede que se le acabara la paciencia; tener diez millones ocultos en paraísos fiscales debe de ser un martirio que ha acabado de la única forma posible: arrugado.

LA MADUREZ y sus ojos cada vez más sombreados han instalado la melancolía en su mirada

TUERCE EL GESTO cuando sonríe: la única ocasión en que da rienda suelta a las arrugas, como si tuviera el chiste a punto

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KAI FOERSTERLI­NG / EFE
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