La Vanguardia

Dieciocho años

- Pilar Rahola

Las noticias se encienden con la pólvora de las crisis que sacuden la realidad, y mientras en Catalunya el president no puede tener gobierno por imposición arbitraria, y el neofalangi­smo intenta imponer la intoleranc­ia en el Parlament, en la capital del reino se hunde el marianismo. Vuelan los improperio­s, sobrevuela­n las mociones de censura, y en la Moncloa, los malos augurios se conjuran contra su habitante. España vive la tormenta perfecta, y son tan altas las olas, que traspasan la pantalla del televisor: el sistema está caduco, y la conjura de los dioses está a punto de hacerlo caer. Pero mientras todo pasa, en mi casa se impone un paréntesis inapelable, y el tiempo se para, ajeno al terremoto que sacude el mundo exterior: hoy mi hija cumple dieciocho años.

Antes de empezar el artículo, vienen las dudas: ¿me puedo permitir dedicar este espacio a un hecho íntimo, y lógicament­e menor a ojos de otros, justo cuando todo parece entrar en la fase de caos? ¿Es hoy el día para hablar de Ada y sus dieciocho años? Y me lo cuestiono, refunfuño, dudo, me desdigo, no fuera que... Pero no, porque los dieciocho años de una hija se imponen por encima de las noticias y sus bramidos, y por mucho que mañana volverá

Sus dieciocho años se imponen a toda nostalgia, orgullosos de los sueños que quiere conquistar

a dominarnos el ruido de la política, el día de hoy me pertenece y lo defiendo con las uñas y los dientes del amor. Muchos otros días pesados vendrán, en estos tiempos sublevados, pero yo sólo viviré una vez en la vida su paso simbólico de la niña que fue a la mujer en que se ha transforma­do.

Dieciocho años... La contemplo, delicada, intensa... ¿Cómo ha pasado, quién lo ha permitido? Un día estaba explicando cuentos a una niña dulce que me miraba con ojos emocionado­s, como si fuera una diosa protectora, una heroína imbatible y única, y al día siguiente ya no me pertenece, heroína, ella misma, de la aventura de su vida. Todavía formo parte, me digo, y sé que formaré parte siempre, porque aquí estoy, decidida a ser la red que la recoja, si las tormentas la hacen naufragar. Pero no, ya no es lo mismo, ya no mira el horizonte a través de mis ojos, ya tiene mirada propia y a menudo no la sé ver, porque mira más lejos. Y quizás tampoco sé qué decir, porque ella ha aprendido palabras sabias, y su idioma se ha enriquecid­o con gramáticas nuevas que nunca conoceré. Y aunque me siento orgullosa y feliz al ver a la mujer espléndida en que se ha convertido, no puedo evitar el miedo de saber que se está zafando lentamente de mis dedos ávidos. Es entonces cuando, por un instante, querría volver a aquellas noches de cuentos de hadas y arrullos, cuando su vocecilla me retenía en la puerta, “un cuento más, otra canción, mamá”, y el reloj se deshacía, vencido delante de su dulzura. Pero no, no miro atrás, porque sus dieciocho años reinan con esplendor y se imponen a toda nostalgia, orgullosos de los sueños que quiere conquistar.

Dieciocho fuerte...

años,

tan

frágil

y...

tan

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