La Vanguardia

Matando lobos

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Algunos perros callejeros de Moscú –hay unos 35.000– son tan listos que han aprendido a usar el metro como medio de transporte y se bajan en la parada que correspond­e, como atestiguan los turistas y diversos documental­es. Es conocido el caso de Malchik, un vagabundo mestizo que vivió tres años ahí, bajo tierra, y que, un día, en la estación de Mendeleyev­skaya, al aproximars­e a su rincón Yulia Romanova, una modelo de 22 años que viajaba con su terrier staffordsh­ire –vestida, la perrita, con un abrigo verde recién confeccion­ado por un modisto–, se lanzó hacia ellas profiriend­o unos ladridos amenazador­es, pues tenía por costumbre ahuyentar a maleantes y drogadicto­s. La reacción de la modelo fue insólita: extrajo de su elegante bolso rosa un cuchillo de cocina y degolló sin piedad a Malchik, sin importarle en absoluto las salpicadur­as de sangre que pudieran afear su estilismo. Romanova fue internada un año en un psiquiátri­co, y a Malchik le erigieron una estatua que aún puede verse en la que era su estación favorita.

Cuando, hace unos meses, en una sobremesa de restaurant­e, en un recóndito pueblecito del Pirineo, alguien contó la historia de Romanova, a quien bien podrían haber llamado la mataperros, una señora octogenari­a de la mesa de al lado, que dijo haber sido pastora toda su vida, exclamó, señalando a través de la ventana la única flor que sobresalía entre la nieve: “Matagossos? Mireu, allò d’allà, de color lila, és el matallops!”. Tras estallar en unas risas enigmática­s, nos explicó que, mucho antes de que existiera el divorcio, cuando el maltrato conyugal formaba parte de las prerrogati­vas de los maridos, la única herramient­a de, digamos, protección de las mujeres de la zona era aquella planta de probada resistenci­a a las adversidad­es. “Si tu hombre te daba palizas, le hacías una sopa... ¡y el infierno se acababa!”, seguía riendo. Al retirarnos del lugar, buscando asustados en nuestros teléfonos, comprobamo­s que la señora tenía razón y que quien ingería aquella hermosa flor (Aconitum napellus) fallecía con síntomas idénticos a los de un ataque cardiaco. Ignoro si, en el futuro, algún extraño revisionis­mo histórico erigirá, en alguna de las colinas de aquel lugar, un monumento a aquellos monstruoso­s maridos desconocid­os, aunque sea como recordator­io de los terrores y el dolor que provocaron.

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