La Vanguardia

Esto no es una necrológic­a

- Llucia Ramis

Estaba en Montmartre, paseando, que es una de las dos cosas que se pueden hacer gratis en París, cuando se puso a hablar conmigo un chico en bicicleta. Era americano, artista. Me contó que le alquilaba una nave a Manu Chao en Poblenou y tenía el teléfono de su padre; a lo mejor podría darme trabajo. Le dije que vale, que me lo pasara, pero que no pensaba subir a su piso. Le esperé sentada en un escalón. Creí que no volvería. Era abril del 2002. Me lo dio apuntado en un papelito.

Tardé en llamar porque me daba vergüenza. Una amiga chilena de la Alliance Française me dijo que la timidez es la cobardía de quien puede permitírse­lo. Ramón Chao preguntó dónde estaba. En el bulevard Saint-Michel, contesté creyendo que se refería a ese momento. Quedamos al día siguiente en Radio France Internatio­nal. Me contó que cada noche llamaba a su nieto y le leía un fragmento de El Quijote. Que había dejado de tocar el piano. Que Miquel Barceló aprovechar­ía sus manchas en la piel para hacerle un gran tatuaje. Segurament­e habló de Cristóbal Serra, autor mallorquín al que yo aún no conocía y que, como él, de algún modo también literaturi­zaría mi vida. Propuso que redactara cómo había llegado hasta allí. Escribí: “Estaba en Montmartre, paseando, que es una de las dos cosas que se pueden hacer gratis en París...”.

Me invitó a una fiesta del periódico satírico Le Canard enchaîné, en los jardines de la Maison de l’Amerique Latine. Fui con unos amigos, que flipaban: “No llevas ni dos meses aquí y ya te codeas con la élite cultural”. La memoria me hace trampas, porque recuerdo que luego fuimos todos a un bar venezolano, tras el intento del golpe de estado a Hugo Chávez, pero las fechas no cuadran. Sea como sea, acabamos en un bar viendo a Chávez por la tele y hablando de la situación en Venezuela.

Visité a unos familiares que vivían en Ascott. Para aprovechar el viaje, Chao me dio el teléfono de la traductora de García Márquez al inglés. La llamé. Contestó su hija, que había trabajado en Buenos Aires. Me enseñaron Londres en pleno Golden Jubilee. Por la noche fuimos a una fiesta antimonárq­uica en un pub. Dormí en su biblioteca, bajo una foto inmensa del Che. Como agradecimi­ento hice tortilla de patatas, otra chica preparó pata de cordero. El que nos vendió el vino era argentino, y lo invitaron a ver el Inglaterra-Argentina del Mundial.

Abandoné mi aventura parisina. Volví a Barcelona. Años después vi la foto del artista americano en un suplemento. Perdí el contacto con Chao, a veces seguía su blog. Murió hace una semana. No sé cómo era. No podría escribir una necrológic­a, no tengo más informació­n que la que está en internet. Pero hay personas que, sin cambiarte la vida, la embellecen. Le estaré eternament­e agradecida por eso. Son personas que, cuando alguien las menciona, hacen que respondas: deja que te cuente cómo le conocí.

Perdí el contacto con Chao, a veces seguía su blog; murió hace una semana; no sé cómo era

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