La Vanguardia

Moda, Rihanna, Benedicto XVI

- Llàtzer Moix

Poco sé del mundo de la moda. Mi visión es la del outsider. Quedan avisados. Creo recordar que en mi juventud una colección de alta costura podía estar inspirada en las flores, o en motivos orientales, que en una temporada iban a imperar los vestidos camiseros, o la seda cruda, y en otra, los tonos pastel. Daba la impresión de que la moda era el coto de unos modistos exquisitos que diseñaban desde París vestidos exclusivos para aristócrat­as, potentadas y actrices glamurosas; unos vestidos en los que después decían inspirarse las modistas de barrio para envolver a sus clientas soñadoras de clase media. Luego supe que Mary Quant, con su minifalda, había ayudado a la liberación de la mujer. Y que Yves SaintLaure­nt, con sus trajes que atenuaban las fronteras del género, había contribuid­o a la igualdad entre sexos.

Estos últimos fueron, creo, buenos tiempos para la moda. Luego se impuso en las pasarelas el ruido discoteque­ro o cosas más feas, como el heroin chic, y a partir de ahí, al igual que en las ferias de ganado, ya hubo de todo: coleccione­s que evocaban reos de muerte, momias egipcias o yihadistas, calificada­s por una mayoría de clientes potenciale­s como “imponibles”. A menudo el impacto mediático de la moda parecía importar más que la propia moda, como pasó después con la arquitectu­ra icónica.

Estos últimos lustros, durante los que una idea más o menos cosmética de la transgresi­ón se ha enseñoread­o de las pasarelas, han sido los mismos en los que las grandes marcas de moda han buscado el reconocimi­ento dignifican­te de los museos. Y lo han recibido, quien sabe a qué precio. El Metropolit­an, pongamos por caso, prestó sus salas a Alexander McQueen, y el Guggenheim, a Giorgio Armani. Una de las grandes citas anuales del sector se desarrolla precisamen­te en el Met, pilotada por Anna Wintour, la legendaria, pero todavía dinámica, editora de Vogue.

Las pasarelas aún sobreviven. Pero da la impresión que los modistos de hoy saben que ya no es ahí donde se ganan las lentejas, sino en los photocalls de los Oscars, de los Grammy, de los Emmy y demás festejos del mundo del espectácul­o con cobertura mediática global. En ellos, las estrellas del ramo desplazan a las modelos profesiona­les, rivalizand­o en escotes abisales y en vestuario sucinto y revelador, lo cual no siempre debe de ser agradable para los modistos, condenados a cultivar la elegancia prostibula­ria o un minimalism­o de pacotilla.

Quizás para elevarse sobre tanta grosería, para lanzar un mensaje de resurrecci­ón, Wintour convocó la gala del Met de este año bajo el lema “La moda y la imaginació­n católica”. La respuesta de las socialites invitadas a desfilar fue entusiasta. Vimos a damas, todas vestidas por firmas de postín, con alas de arcángel, capas propias de la curia y transparen­cias en forma de crucifijo, en lo que a ratos, más que una pasarela selecta, pareció un baile de disfraces para nuevos ricos.

Sobre todas esas damas se impuso la cantante Rihanna, que antes de buscar la respuesta supo hacerse la pregunta adecuada: “¿Quién manda en la Iglesia católica?”. Y, tras hallar la contestaci­ón correcta, decidió vestirse de papa peripatéti­co, con un toque sacrílego. Como se dice ahora, lo petó. Con tacones, minifalda y corpiño de pedrería, con tiara también refulgente, se llevó el premio, que en este caso se mesura por el número de “uaus” recogidos en directo y por el de imágenes y me gusta en las redes en las horas siguientes.

¿Viste el Papa minifalda? Pues no, al menos en las liturgias conocidas. ¿Viste corpiño? Tampoco. De hecho, ni siquiera se toca ya mucho con tiara: Pablo VI vendió en 1963 la suya y dio el dinero recolectad­o a los pobres. Pero eso a Rihanna le importa poco. Lo que cuenta es pasarles la mano por la cara a todas las kardashian­s del mundo que se rellenan a tope de prótesis y bótox el pecho, el trasero y los pómulos, sufriendo como mártires si es preciso, mientras siguen reservando mucho espacio libre dentro del cráneo. Y que sobre esa piedra –prótesis, bótox...– levantan su iglesia en Instagram y se forran.

Concédase pues el trofeo de ganadora de la gala católica del Met a Rihanna. Pero añadamos que este sería un premio vicario. Porque todavía no se han apagado los insuperabl­es brillos de la moda vaticana desplegada por Benedicto XVI, un Petronio genuino, que desempolvó el magnificen­te ropero barroco arrinconad­o tras el Vaticano II. Todavía se habla del garbo con que lucía la mozetta, su mañanita de seda roja y armiño. O de los escarpines, también rojos, con que sorprendió al poco de ser elegido, identifica­dos por un listillo como de Prada. A lo que el Vaticano replicó: “Al Papa no lo viste Prada, sino Dios”… Rihanna, guapa, a ver cómo superas eso.

El impacto mediático de la moda parece importar más que la propia moda, como pasó en la arquitectu­ra icónica

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ANGELA WEISS / AFP

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