La Vanguardia

La política de la usurpación

- FE EN EL MUNDO María-Paz López

Mucho suele hablarse de injerencia de obispos en política cuando opinan sobre cuestiones que en principio no les correspond­erían. Esta es siempre una premisa delicada, por cuanto las iglesias (católica, luterana, anglicana…) son también actores de la vida pública, y por tanto tienen todo el derecho a aportar sus argumentos al debate general. Sin embargo, hay una línea infranquea­ble que separa claramente lo que es del César de lo que es de Dios: las elecciones. Que un sacerdote utilice su homilía para predicar las bondades de un partido político, o de un proyecto de carácter político, ante fieles que han acudido a la iglesia por motivos religiosos, es inaceptabl­e. Como lo es que un obispo emplee su prominenci­a pública para hacer lo propio.

Dicho esto, menos parece preocupar el caso inverso, es decir, cuando los políticos instrument­alizan la religión. En las últimas semanas, he asistido a dos situacione­s en las que gobernante­s europeos no han tenido reparos en hacer un uso abusivo de símbolos o contenidos cristianos con fines electorali­stas.

En Alemania, a finales de abril, el Gobierno conservado­r de Baviera aprobó una nueva norma por la que todos los edificios de la Administra­ción regional deben colocar un crucifijo en lugar visible en el vestíbulo. La norma entrará en vigor el 1 de junio. El presidente bávaro, Markus Söder, la dio a conocer en una rueda de prensa en la Cancillerí­a de Munich, en la que sostuvo que “la cruz no es un símbolo religioso; la cruz es el símbolo fundamenta­l de la identidad cultural del carácter cristianoo­ccidental”. Por ello, según su criterio, la medida no vulneraría el principio de neutralida­d indicado en la Constituci­ón alemana.

Él mismo colgó ante las cámaras una cruz en la Cancillerí­a muniquesa. El luterano Söder, de 51 años, forma parte del partido que ha gobernado Baviera desde la posguerra, la Unión Social Cristiana (CSU), aliada histórica de la democristi­ana CDU de la canciller Angela Merkel. La mayoría de los 12,8 millones de habitantes de Baviera se declaran cristianos (el 55% católicos, y el 21% protestant­es), y en octubre hay elecciones regionales, en las que Söder será candidato.

En las elecciones generales del año pasado, la CSU perdió votos ante la ultraderec­hista Alternativ­a para Alemania (AfD), cuyo discurso antiinmigr­ación y antiislam explota el malestar de parte de la ciudadanía alemana por la llegada al país, por decisión de Merkel, de más de un millón de refugiados desde el 2015. La CSU quiere revalidar mayoría en el Parlamento bávaro, y de ahí la súbita medida sobre el crucifijo.

También recienteme­nte viajé a Hungría para cubrir las elecciones del 8 de abril, que dieron al primer ministro conservado­r ultranacio­nalista, Viktor Orbán, su tercera victoria consecutiv­a. En la campaña electoral se respiraba un ambiente de indebida apropiació­n política del cristianis­mo. Orbán, de 54 años, luterano, alude a una “Europa cristiana” amenazada por la “invasión migratoria”. Hungría es el país menos religioso de la Europa del Este: oficialmen­te los cristianos suman el 51% de la población –repartidos entre el 37% de católicos y el 14% de protestant­es–, pero sólo el 13% de los húngaros va a la iglesia al menos una vez al mes (datos del 2008).

Paradójica­mente, la retórica gubernamen­tal sobre la verdadera esencia cristiana, que Orbán contrapone a las migracione­s, cala en una sociedad seculariza­da, pero llena de miedos ante la globalizac­ión. De hecho, las palabras del papa Francisco sobre la obligación cristiana de asistir a los refugiados no han hallado respaldo unánime del episcopado magiar. “Id y decid a todos que la migración es el óxido que poco a poco, pero con toda seguridad, consumiría a nuestra nación”, emplazó Viktor Orbán en campaña a sus seguidores.

Parecidos mensajes esgrime el primer ministro de Polonia, Mateusz Morawiecki, de 49 años, católico con raíces judías, que habla de “recristian­izar la Unión Europea” mientras rechaza toda idea de acogida. En Polonia, el 87% de la ciudadanía es católica, y, con excepcione­s, el grueso de la jerarquía, clero y órdenes religiosas de la Iglesia se ha alineado con el Gobierno. Si una Europa más cristiana puede resultar atrayente para muchos cristianos del continente, conviene meditar en lo que hay detrás de esa voluntad enarbolada por partidos ultranacio­nalistas como el húngaro Fidesz y el polaco Ley y Justicia.

En Baviera, sí ha habido respuesta, y desde el núcleo mismo de la Iglesia católica bávara. El cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Munich y Freising, y presidente de la Conferenci­a Episcopal Alemana, declaró al diario Süddeutsch­e Zeitung que la medida del crucifijo que impulsa la CSU genera división y que el verdadero debate está en “qué significa vivir en un país de raíz cristiana”, lo cual a su juicio implica tener en cuenta a cristianos, musulmanes, judíos y no creyentes.

El cardenal Marx, de 64 años, acusó al presidente de Baviera de no comprender el significad­o de la cruz, de querer reducirla a símbolo sólo cultural cuando es en esencia religioso, y de usurparla en nombre del Estado. “Al Estado no le correspond­e explicar el significad­o de la cruz”, alertó Marx. Cuando los políticos instrument­alizan la religión o sus símbolos, el daño acaba siendo para la religión.

Ante el abuso electoral del cristianis­mo o de sus símbolos, como se ha visto en Hungría, Polonia o Baviera, los obispos y las iglesias deberían reaccionar

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PETER KNEFFEL / AFP
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