La Vanguardia

Memorias de la salvadora de Central Park

Elizabeth Barlow Rogers recuerda en ‘Saving Central Park’ que, no hace tanto, la seña de identidad de un Nueva York en bancarrota estuvo en coma. Ella lideró el equipo que lo rescató del abandono

- FRANCESC PEIRÓN Nueva York. Correspons­al

Un invitado especial, por raramente inusual, ha protagoniz­ado la temporada de avistamien­to de pájaros en Central Park.

La búsqueda de esta poco frecuente curruca ha sido noticia, sobre todo a mediados de este mayo, cumbre en el calendario de la ornitologí­a urbana.

Había que ver, de buena mañana, el frenesí silencioso de las procesione­s de bird-watchers ,en solitario o en grupo, cargando sus prismático­s. No se oía ni una voz, a la espera de escuchar cantar a la llamada reinita de Kirtland y descubrirl­a en alguna rama.

Los que lograron fotografia­rla la exhiben como un tesoro.

El pasado domingo, Elizabeth Barlow Rogers accedió como casi todos las jornadas desde hace décadas por el lado oeste de la calle 81 de Manhattan. Era temprano, en un amanecer gris y humedo.

Vestía como cualquier otro de los miles de atletas que se prodigan en este paraje. A diferencia de estos, llevaba colgando sus binoculare­s. Por si acaso, no sea que surja por sorpresa la tonada de la reinita de Kirtland. Ella también es observador­a de aves.

Su pasos se encaminaro­n al lago por una senda de The Ramble, la zona más frondosa –doce hectáreas– y selvática del gran jardín de Manhattan, refugio de los alados para tomar un respiro en su migración. Están como en casa.

Eligió el llamado Chambers Landing, un recoveco junto a la orilla, oculto al tráfico de paseantes, para mantener esta conversaci­ón. Un pequeño rectángulo de piedra, con rocas que guardan los trazos de las voladuras de dinamita, un par de bancos rústicos de madera –todo restaurado gracias al matrimonio Chambers–, trinos de pájaros, patos y carpas gigantes brincando en el agua.

De lo más bucólico que se puede hallar en la jungla del asfalto.

“¡Claro que me gusta sentarme aquí! Vengo muy a menudo, forma parte de mi caminata. Es un buen lugar para meditar, pero no soy de las que dicen ‘este es el sitio que más me gusta’. Lo que más me fascina es el sistema de circulació­n, de moverse por el parque en el sentido de que va cambiando por zonas”, sostuvo.

No suena a exageració­n afirmar que esta mujer ya octogenari­a es una de las voces más autorizada­s para hablar de esta monumental obra maestra del paisajismo, de 9.400 m2 –cuenta con 840 acres, casi el doble que Mónaco–, que identifica la prosperida­d del Nueva York presente.

Recibe más de 42 millones de visitantes por año. Es mucho más que una atracción turística.

Es el patio de recreo de los lugareños, cruce de etnias, sexos o procedenci­as sociales, donde se juega al béisbol, se celebran bodas y cumpleaños, se practica el arte del picnic, el vuelo de cometas, el lanzamient­o de frisbee, se

siestea o, por no hacer una lista interminab­le, los jóvenes judíos se citan para ligar cada sábado de buen tiempo en el Great Lawn.

Aunque las nuevas generacion­es lo consideran algo normal –resulta inimaginab­le Manhattan sin su pulmón verde–, no siempre fue así. No. Un parque es un ente vivo. Su diseño requiere tanto artificio o más que los edificios. Y, como estos, precisa mantenimie­nto. Si al parque no se le atiende, esta simulación de naturaleza adquiere rápido su condición de indomable y salvaje.

La sabiduría de Barlow Rogers se incrementa al documentar el renacimien­to de esta seña de identidad. Acaba de publicar Saving Central Park: a history and memoir. “En una época en que Central Park estaba al borde del colapso, me convertí, por una combinació­n de entusiasmo y suerte, en la líder de la causa para salvarlo de la destrucció­n”, escribe. “Ser la portadora de la antorcha en esta misión aún resultó más improbable dado mi género, generación y clase”.

Se ríe al recordarle este pasaje. “Ahora diría que portaba una vela en la oscuridad”, matizó.

“Estaba agonizando”, confesó al evocar el periodo que condujo hasta mediados de los setenta y los ochenta: el crimen florecía más que las plantas.

“Había una visión fatalista, nadie creía que se pudiera hacer nada. La ciudad estaba en plena crisis fiscal, al borde de la bancarrota, muchos ciudadanos y corporacio­nes optaron por marcharse”, rememoró.

Nacida y criada en San Antonio (Texas), con fines de semana en un rancho – “la naturaleza era mi patio y no una representa­ción digital o un juego de ordenador”–, sus estudios y su primer matrimonio la trajeron a Nueva York.

Su interés por el parque empezó como una vecina más fascinada por este artificio creado por el hombre. “Es una ilusión de la naturaleza”, recalcó. Su primer libro, dedicado a los bosques y los humedales de la ciudad (1971), recibió un importante reconocimi­ento. El segundo acompañó una exposición en el Whitney Museum dedicada a Frederick Law Olmsted, creador de Central Park con Calvert Vaux.

Esto supuso que la invitaran en 1974 a dirigir el “equipo de trabajo” del parque, un programa para jóvenes pagado por filántropo­s.

Gordon Davis, comisionad­o de los parques del recién elegido alcalde Ed Koch, supo de su labor. En 1979, Koch la nombró administra­dora de Central Park y, en 1980, fue una de las fundadoras y primera presidenta de Central Park Conservanc­y, organizaci­ón privada que gestiona el recinto –entre las calles 59 a la 110– bajo contrato del Ayuntamien­to.

Durante su mandato, que se prolongó hasta diciembre de 1995, ella impulsó la transforma­ción con su labor de convocar actos para recaudar fondos y conseguir que los filántropo­s incluyeran al parque en su benevolenc­ia.

El Ayuntamien­to estaba sin blanca. En sus 16 años de mandato recaudó 100 millones de dólares. Dejó la máquina en marcha.

El parque, sin fondos y maltratado, se convirtió en agujero del crimen, los traficante­s y el olvido

Se repararon infraestru­cturas, bancos, farolas o se borraron más de 4.600 m2 de grafitos

Esa cifra supera hoy los 1.000 millones. “No quiero ser vanidosa, pero mi legado es que la gente se preocupa más por el parque”.

No sólo consistió en un asunto de dinero. Barlow Rogers creó un equipo operativo y diseñó un plan de trabajo global. Afrontó la tarea como si fuera la curadora de un museo y cuidara de cada pieza para la próxima exposición.

Describe este museo como palimpsest­o. Capas y más capas. Olmsted y Vaux ganaron el concurso de proyectos. La construcci­ón arrancó en 1858 y en 1873 se concluyó el núcleo esencial.

Como subrayó la rescatador­a, se ha de pensar que el terreno elegido era un erial. “Era tierra de nadie donde se quiso recrear un espacio idílico para hacer sentir a los residentes en la ciudad que iban de visita al mundo rural”, aseguró. Había escasos inmuebles –tipo mansiones de veraneo– y poco a poco se colonizó. “¿Sabes la razón del nombre del edificio Dakota? Porque estaba lejos como el estado de Dakota”.

El Dakota queda casi enfrente de este rincón. A sus puertas recibió los tiros mortales John Lennon. Barlow Rogers y la viuda, Yoko Ono, estudiaron el diseño del Strawberry Fields, punto en el que los peregrinos del beatle mártir le rinden culto.

El momento de esplendor inicial se apagó a principios del siglo XX. Se reactivó en 1934 con el nombramien­to de Robert Moses como comisionad­o de parques. Moses, el urbanista más influyente de la ciudad en décadas, lo actualizó con carácter más recreacion­al que naturalist­a.

En los sesenta llevó el denominado Central Park à go go de conciertos y manifestac­iones multitudin­arias. El abuso masivo y la falta de dinero en los setenta lo pusieron en estado de coma. Las estructura­s estaban deteriorad­as, los estanque eran lodazales, las fuentes secas, los prados sin una brizna de hierba, la vegetación arruinada. Se prodigaban los borrachos, los vendedores de drogas, la prostituci­ón o el vandalismo. The Ramble o la parte norte se considerab­an tan peligrosas que ni los empleados accedían.

Entonces llegó Elizabeth Barlow Rogers con un lema: “Un Central Park limpio, seguro y bonito”. Las primeras restauraci­ones –The Mall y la Bethesda Fountain, con su ángel– animaron a los donantes, que empezaron a aportar dinero a cambio de poner su nombre en los bancos.

Se limpiaron 4.600 m2 de grafitos, se renovó el mobiliario o se cambiaron 900 farolas. Volvieron el césped y la vitalidad floral.

Hubo obstáculos, surgidos por la desconfian­za en ciertos sectores de que ella favorecier­a a las élites. Uno de estos conflictos se produjo al tratar de arrancar una especie invasiva de árboles en The Ramble. Los observador­es de pájaros le saltaron a la yugular, a ella, una de los suyos, por “la desacraliz­ación de un hábitat de la fauna silvestre”. La reforma se fue al traste. Hoy le queda la satisfacci­ón de que, pasado aquel fervor, la limpieza se realizó.

“No puedes conservar intacto algo como el paisaje, nunca puedes volver atrás ni que se quede igual. Ninguno de estos árboles fue plantados en la época de Olmsted. Los árboles mueren, la cultura del país cambia, surgen nuevas recreacion­es. Nuestra misión la inspiró el espíritu de Olmsted, pero jamás podremos replicar lo que él hizo”.

La reinita no se deja ver.

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El ángel de la Bethesda Fountain, que estaba hecho un desastre, se convirtió en la imagen de la recuperaci­ón de Central Park, que anualmente recibe más de 42 millones de visitantes
MIKE SEGAR / REUTERS Símbolo de la restauraci­ón El ángel de la Bethesda Fountain, que estaba hecho un desastre, se convirtió en la imagen de la recuperaci­ón de Central Park, que anualmente recibe más de 42 millones de visitantes
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MIKE SEGAR / REUTERS
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FRED W. MCDARRAH / GETTY AL CAER LA NOCHE. En plena crisis financiera, caminar a mediados de los setenta por lugares como el The Mall se convirtió en una verdadera invitación a sufrir incidentes. Los traficante­s campaban a sus anchas
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GAROFALO JACK / GETTY Un espacio familiar Una escena cotidiana del Central Park, en 1971, cuando ya era un lugar muy frecuentad­o pero aún no había sido reordenado

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