La Vanguardia

Los tribunales de Dickens

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Menos mal que Charles Dickens está aquí conmigo para escribir sobre tribunales, en este tiempo en que los juzgados son un tema de los más polémicos. De hecho, la justicia encarcela a políticos, atenúa la pena de presuntos violadores, libera a los políticos que antes había puesto entre rejas, mientras piensa en la posibilida­d de volver a encerrarlo­s. Un lío que genera nuestra perplejida­d. Un laberinto jurídico al fin y al cabo muy antiguo, que Dickens ya describió en Bleak house (Casa desolada), una novela incómoda, que empezó a publicarse en 1852. El libro no es muy conocido porque resulta más entrañable el huérfano Oliver Twist que la crítica demoledora de Bleak house a ciertos aspectos del sistema judicial.

Hay en esta novela lecciones que aún nos pueden ser de gran utilidad. Primera: los tribunales, para Dickens, generan su propia lógica, un mundo muy suyo, y esta realidad paralela, basada en los algoritmos de la ley, a veces poco tiene que ver con nuestro concepto de justicia. Hoy en día, todas las personas conviven con el sistema de enseñanza, con los servicios de salud, y más o menos saben a qué atenerse, pero no son tantas las que pisan los juzgados. Hay, pues, algo así como una virginidad ciudadana en lo que respecta a lo que es en realidad la aplicación de la ley por parte de los magistrado­s. Una inocencia que se pierde el día en que descubrimo­s que algo que nos parecía evidenteme­nte justo se transforma en un complicado dédalo dialéctico, concretado con frecuencia en un delirio de papeleo.

En la novela de Dickens, el papeleo excesivo, hiperbólic­o, surge a menudo presentado con rasgos de caricatura. Precisamen­te en Portugal tenemos hoy en día un proceso muy mediático, la llamada operación Marqués, en el que uno de los acusados es el ex primer ministro socialista Jola sé Sócrates, proceso este que se destaca por la numerologí­a astronómic­a de sus documentos: en números redondos, 45.000 páginas del proceso principal, repartidas por 115 tomos, 900 dossieres de informació­n suplementa­ria, cada uno con una media de 150 páginas, a los que hay que sumar más de 13 millones de archivos informátic­os. Se calcula que serán necesarios unos diez años para hacer la digestión jurídica de todo esto. Mientras tanto, la mayoría de los ciudadanos lusos ya se ha montado su propio tribunal íntimo y ha dictaminad­o un veredicto, aunque, en teoría, esta no sea la actitud correcta.

En efecto, resulta difícil vivir al ritmo de la justicia, que a veces tiene una velocidad parecida a la del desplazami­ento de las placas tectónicas continenta­les. Esa es otra de las críticas de Dickens, y ese es otro de los problemas de la justicia portuguesa actual. Parece no haber plazos firmes. Todo tarda muchísimo: el paso que vale es el de la lenta mula judicial, y hay que aguantarse, esperar el tiempo que sea necesario sin rechistar. El ciudadano portugués aprende que, si se mete con los tribunales, está desafiando a la eternidad. O, mejor dicho, hay una eternidad judicial que se monta en su biografía y terminará trastornan­do todos los relojes, los calendario­s, como una pesadilla de la que uno no logra despertars­e.

La solución que Dickens insinúa en Bleak house es diáfana y correspond­e a lo que piensan muchos ciudadanos portuguese­s: una de las dimensione­s de la felicidad consiste en evitar cuidadosam­ente convivenci­a con los juzgados. Claro que hay situacione­s, por supuesto, en las que ese es, tiene que ser el camino; los tribunales, además, han contribuid­o mucho a la lucha contra la corrupción. Pero, si uno puede evitar con dignidad los complicado­s laberintos legales, mejor para todos.

Hay, en esta novela de Dickens, una segunda sabia lección: pensar que una decisión judicial resolverá los grandes problemas de nuestra vida suele ser un grave error. Aunque el veredicto nos sea favorable, habrá siempre una dimensión humana, muy profunda, de los conflictos, que la justicia jamás enderezará y que uno tiene que deslindar por sí mismo. Y, sin esa solución nuestra, el dictamen legal no pasará de un parche, de una base, sobre la cual falta construir algo, una nueva vida que sólo nosotros podremos crear.

Creo que serán muchos los ciudadanos europeos que contemplan con sorpresa el modo como en España se traspasa la solución de un problema de convivenci­a nacional a las entidades judiciales, cometiendo el desliz que Dickens apunta: creer que los tribunales pueden resolverlo todo. Está pasando lo que el autor inglés profetizab­a en estos casos: un pantano progresivo, que ya posee ramificaci­ones en otros países y que, por el camino que vamos, algún día será juzgado en una última instancia lunar. No niego que, en el gran teatro del conflicto catalán, se hayan cometido dislates. Pero, aunque las audiencias de los rincones más recónditos de Europa dieran la razón a las instancias españolas, seguiría ahí esa gran herida social que se ha generado, en Catalunya y en España, y que es el grave problema que hay que solucionar. Y una sentencia puede no ser una cicatriz, sino sencillame­nte una llaga más.

Los tribunales, para Dickens, generan su lógica, un mundo muy suyo que tiene poco que ver con nuestro concepto de justicia

España está cometiendo el desliz que Dickens apunta: creer que los tribunales pueden resolverlo todo

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