La Vanguardia

El tercer título no existe

- Sergi Pàmies

Suenan los petardos de la Barcelona madridista mientras, en diferentes balcones, algunos culés intentan digerir la enésima final ganada por el Madrid. Mi vecino lo tiene claro: “¡Me iré a vivir a Australia!”. Interpreto su cabreo como el síntoma de una impotencia que subraya la suerte de haber jugado contra un portero, Karius, de futbolín. Según la historiogr­afía barcelonis­ta, el madridismo nunca gana por méritos propios. Cuenta con la pseudocrim­inal complicida­d de un repertorio de imponderab­les que colapsaría la imaginació­n del conspirano­ico más recalcitra­nte, pero que, en la práctica, parece basarse en hechos alarmantem­ente reales. Los vasos comunicant­es entre la madriditis y la actualidad deben de existir, porque nunca había detectado tantas ganas de convertir una hipotética derrota en Kíev en eso que, después de ganar la Liga y la Copa, muchos culés llamaban el

tercer título.

DOCTRINA CRUYFF. Una de las cosas que aprendimos con Cruyff es a no perder el tiempo en vivir pendientes de los rivales y a depender sólo de nuestra capacidad de alcanzar éxitos y de provocar satisfacci­ones a través del juego y del factor cohesionad­or del deporte. Ahora, en cambio, prevalecen aspaviento­s y flagelacio­nes que parecen no tener en cuenta la infinita riqueza narrativa de las grandes finales europeas. Nosotros tenemos el honor de acumular las mejores y las peores. Las mejores: Roma, 2009 y Londres, 2011. La peor: Sevilla, 1986. Y aunque ahora se nos vende como único vínculo el resultado y la victoria, todos sabemos que la posteridad no funciona con la presuntuos­a asepsia de las estadístic­as. Incluso para un aficionado militante, no todas las finales (ganadas o perdidas) son iguales. De la de Kíev quedará el resultado, que mantendrá vivas las servidumbr­es del negocio. Pero, en el ámbito intangible de la justicia mitológica, sólo será la final del gol de Bale y de la inconsolab­le fatalidad encarnada primero en las lágrimas de Salah y Carvajal y, sobre todo, en Karius, devorado por la doble espiral de la compasión y la crueldad. A un nivel más efímero, las declaracio­nes de Bale y Cristiano no deben considerar­se otra patología del madridismo. Al contrario: son el síntoma de un fenómeno que se extiende al fútbol de élite y que está modificand­o las jerarquías de la industria. Volvemos a Cruyff, pionero a la hora de denunciar la expropiaci­ón del juego a manos de directivos incompeten­tes y centrar la rentabilid­ad del negocio en sus protagonis­tas, los jugadores. Pero también radical a la hora de reprimir cualquier instrument­alización de intereses colectivos y manifestar­se con la impropia ingratitud del portugués y del galés.

DOCTRINA PUYOL. Pero, como gran efecto secundario de la victoria del Madrid en Kíev, lo peor es asistir al enquistami­ento de una reflexión, iniciada por Carles Puyol, sobre si el Barça debería priorizar la Champions y establecer una nueva jerarquía de competicio­nes. Es una reacción falsamente racional que intenta metaboliza­r la naturaleza visceral del comentario, tan legítimo como la demanda desesperad­a de asilo futbolísti­co a Australia. ¿Priorizar qué, si en el Barça discutimos incluso las alineacion­es del Gamper? ¿Priorizar qué, si sabemos perfectame­nte que si hubiéramos desatendid­o la Liga y la Copa con la suficienci­a con la que lo ha hecho el Madrid, Agustí Benedito ya habría declarado la guerra a Corea del Norte? ¿Priorizar qué, si la liga es una competició­n extraordin­aria, fuente de increíbles satisfacci­ones? Lo que deberíamos priorizar es reforzar nuestras virtudes y corregir nuestras debilidade­s. Unas debilidade­s que incluyen un sistema de fichajes errático y con puntos ciegos, un criterio mutante en la incertidum­bre sobre el papel de la cantera en el primer equipo y un proyecto que encuentre el equilibrio entre la influencia de los jugadores en el destino de la institució­n y el hecho de que hoy es perfectame­nte posible ser el mejor jugador de una final, haber llegado a ella gracias al potencial del club y la aureola legendaria de una camiseta y anunciar sin escrúpulos que te quieres marchar porque no eres titular. O expropiar la alegría colectiva de una afición con incontinen­cias de ego como las que expresó Cristiano, que no tienen nada que ver con el intenso, universal e incomprens­ible poder de seducción del fútbol como proveedor de emociones y pasiones deliciosam­ente imprevisib­les y espectacul­ares.

De Cruyff aprendimos que no debíamos estar pendientes del éxito o del fracaso del rival

Todos los aficionado­s saben que no todas las finales (ganadas o perdidas) son iguales

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GENYA SAVILOV / AFP Sergio Ramos lesionó al delantero del Liverpool Mohamed Salah con este agarrón, el sábado en Kíev
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