El tercer título no existe
Suenan los petardos de la Barcelona madridista mientras, en diferentes balcones, algunos culés intentan digerir la enésima final ganada por el Madrid. Mi vecino lo tiene claro: “¡Me iré a vivir a Australia!”. Interpreto su cabreo como el síntoma de una impotencia que subraya la suerte de haber jugado contra un portero, Karius, de futbolín. Según la historiografía barcelonista, el madridismo nunca gana por méritos propios. Cuenta con la pseudocriminal complicidad de un repertorio de imponderables que colapsaría la imaginación del conspiranoico más recalcitrante, pero que, en la práctica, parece basarse en hechos alarmantemente reales. Los vasos comunicantes entre la madriditis y la actualidad deben de existir, porque nunca había detectado tantas ganas de convertir una hipotética derrota en Kíev en eso que, después de ganar la Liga y la Copa, muchos culés llamaban el
tercer título.
DOCTRINA CRUYFF. Una de las cosas que aprendimos con Cruyff es a no perder el tiempo en vivir pendientes de los rivales y a depender sólo de nuestra capacidad de alcanzar éxitos y de provocar satisfacciones a través del juego y del factor cohesionador del deporte. Ahora, en cambio, prevalecen aspavientos y flagelaciones que parecen no tener en cuenta la infinita riqueza narrativa de las grandes finales europeas. Nosotros tenemos el honor de acumular las mejores y las peores. Las mejores: Roma, 2009 y Londres, 2011. La peor: Sevilla, 1986. Y aunque ahora se nos vende como único vínculo el resultado y la victoria, todos sabemos que la posteridad no funciona con la presuntuosa asepsia de las estadísticas. Incluso para un aficionado militante, no todas las finales (ganadas o perdidas) son iguales. De la de Kíev quedará el resultado, que mantendrá vivas las servidumbres del negocio. Pero, en el ámbito intangible de la justicia mitológica, sólo será la final del gol de Bale y de la inconsolable fatalidad encarnada primero en las lágrimas de Salah y Carvajal y, sobre todo, en Karius, devorado por la doble espiral de la compasión y la crueldad. A un nivel más efímero, las declaraciones de Bale y Cristiano no deben considerarse otra patología del madridismo. Al contrario: son el síntoma de un fenómeno que se extiende al fútbol de élite y que está modificando las jerarquías de la industria. Volvemos a Cruyff, pionero a la hora de denunciar la expropiación del juego a manos de directivos incompetentes y centrar la rentabilidad del negocio en sus protagonistas, los jugadores. Pero también radical a la hora de reprimir cualquier instrumentalización de intereses colectivos y manifestarse con la impropia ingratitud del portugués y del galés.
DOCTRINA PUYOL. Pero, como gran efecto secundario de la victoria del Madrid en Kíev, lo peor es asistir al enquistamiento de una reflexión, iniciada por Carles Puyol, sobre si el Barça debería priorizar la Champions y establecer una nueva jerarquía de competiciones. Es una reacción falsamente racional que intenta metabolizar la naturaleza visceral del comentario, tan legítimo como la demanda desesperada de asilo futbolístico a Australia. ¿Priorizar qué, si en el Barça discutimos incluso las alineaciones del Gamper? ¿Priorizar qué, si sabemos perfectamente que si hubiéramos desatendido la Liga y la Copa con la suficiencia con la que lo ha hecho el Madrid, Agustí Benedito ya habría declarado la guerra a Corea del Norte? ¿Priorizar qué, si la liga es una competición extraordinaria, fuente de increíbles satisfacciones? Lo que deberíamos priorizar es reforzar nuestras virtudes y corregir nuestras debilidades. Unas debilidades que incluyen un sistema de fichajes errático y con puntos ciegos, un criterio mutante en la incertidumbre sobre el papel de la cantera en el primer equipo y un proyecto que encuentre el equilibrio entre la influencia de los jugadores en el destino de la institución y el hecho de que hoy es perfectamente posible ser el mejor jugador de una final, haber llegado a ella gracias al potencial del club y la aureola legendaria de una camiseta y anunciar sin escrúpulos que te quieres marchar porque no eres titular. O expropiar la alegría colectiva de una afición con incontinencias de ego como las que expresó Cristiano, que no tienen nada que ver con el intenso, universal e incomprensible poder de seducción del fútbol como proveedor de emociones y pasiones deliciosamente imprevisibles y espectaculares.
De Cruyff aprendimos que no debíamos estar pendientes del éxito o del fracaso del rival
Todos los aficionados saben que no todas las finales (ganadas o perdidas) son iguales