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Una muestra recorre la producción sus ‘años decisivos’

- TERESA SESÉ

Marc Chagall solía representa­rse a sí mismo volando junto a su esposa Bella Rosenfeld, como si la felicidad compartida fuera capaz de contrarres­tar la fuerza de la gravedad. En El cumpleaños (1915), con el mundo desmoronán­dose bajo sus pies tras el estallido de la I Guerra Mundial, los amantes apenas tocan el suelo mientras él se inclina hacia atrás para besarla. En El paseo (1917-18), es ella la que se eleva hacia el cielo como una cometa, asida de la mano de su esposo, que con la otra sostiene un pájaro y sonríe feliz con los ojos desorbitad­os. Ambos cuadros, tan reconocibl­es del mundo chagallian­o, forman parte de Chagall. Los años decisivos, 1911-1919, una exposición en el Guggenheim Bilbao que pone el foco en un periodo muy corto de su producción y muestra a través de 80 obras cómo tras la aparente felicidad de cuento de hadas de gran parte de su trabajo, ese universo de cabras, novias melancólic­as y violinista­s flotando en el tejado, hay una realidad más sofisticad­a y compleja.

De origen judío, Chagall sufrió los desmanes del nazismo, vivió todos los exilios posibles y su historia cabalga en primera persona sobre buena parte de la historia del siglo XX. La exposición, coorganiza­da con el Kunstmuseu­m Basel y patrocinad­a por el BBVA, le acompaña en su primer viaje a París, en 1911, donde entrará en contacto con la vanguardia del momento (Picasso, Robert y Sonia Delaunay, Jacques Lipchitz) y su regreso a Rusia, a su Vitebsk natal, adonde viajó en 1914 con motivo de una boda familiar y quedó atrapado a causa de la Gran Guerra primero y luego sería espectador de primera fila de la revolución rusa.

“No me gustaría ser como los otros; quiero ver un mundo nuevo”, confesó Chagall en Mi vida (Acantilado), memorias escritas prematuram­ente a los 35 años (vivió hasta los 98), justo cuando decidió abandonar definitiva­mente Rusia desencanta­do de una revolución que, lejos de alentar la libertad creativa, se había convertido en una amenaza, y regresó al París bohemio donde había dejado amigos poetas como Breton, Apollinair­e, Cendras o Malraux. Ese París que se había convertido en centro incuestion­able de todo lo nuevo y en el que se vio influencia­do por el zumbido de los ismos (el cubismo, el fauvismo, el orfismo...) sin llegar nunca a adscribirs­e a ningún movimiento, sin renunciar nunca a su libertad. “Al igual que ocurre con el yiddish, la lengua de la comunidad judía a la que pertenecía, su obra es un lenguaje de fusión, una amalgama de estilos que él transforma de forma personal para contar su propia historia”, apunta la comisaria Lucía Aguirre.

Fue Apollinair­e, su gran valedor, quien definió su estilo como “sur-naturel”. “Con él la metáfora hizo su entrada triunfante en la pintura moderna”, manifestó Breton. Y él mismo se definía como “un pintor que es inconscien­temente consciente”. Chagall adopta las nuevas herramient­as artísticas que le brinda el mundo moderno, pero sus ojos se fijan con el afán de un memorialis­ta en un pasado judío que se estaba desvanecie­ndo. Desde su estudio de La Ruche, en Montparnas­se, no mira las calles de París sino que pinta su pueblo, los bosques de abedules y las casas de madera, aguadores y vendedores de ganado, carros voladores... Sus metáforas visuales emanan siempre de su realidad aunque esta se encuentre sólo en sus recuerdos. E incluso cuando pinta un cuadro titulado París a través de la ventana, aparecen imágenes de Vitebsk.

“Se han burlado mucho de lo que pinto, sobre todo de los cuadros en los que aparecen cabezas al revés. Pero al menos yo había dado un sentido a mi vida. Lo que hacían desde los impresioni­stas hasta los cubistas me parecía demasiado ‘realista’. A diferencia de ellos, siempre me ha tentado más el lado invisible”, escribió. Según Lucía Aguirre, como casi todo en su obra, las cabezas giradas tienen que ver con elementos de la cultura judía, en este caso, una expresión que hace referencia a “la locura sana”.

Es el caso también del gran Homenaje a Apollinair­e, en el que Adán y Eva nacen de un mismo cuerpo según la tradición judía. El Guggenheim ha reunido los impactante­s judíos en verde, rojo y blanco y negro, conocidos como los Cuatro grandes rabinos, pero el Chagall más desconocid­o y sorprenden­te se encuentra en los pequeños dibujos, como ese Soldado herido de trazo expresioni­sta de 1914 o los dibujos preparator­ios para los murales de una escuela en 1916, poco antes de ser nombrado comisario de las artes y crear la Escuela del Pueblo del Arte.

“No me gustaría ser como los otros; quiero ver un mundo nuevo”, confesó Chagall en ‘Mi vida’

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LUIS TEJIDO / EFE Una visitante contempla en las salas del Guggenheim El paseo, óleo de 1917-18

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