La Vanguardia

“Este país se nos fue”

- Xavier Mas de Xaxàs

Thelma Mejía es una periodista hondureña que perdió la inocencia hace 20 años, cuando la despidiero­n de El Heraldo por hacer bien su trabajo. Era la jefa de redacción y publicaba reportajes de investigac­ión que molestaban al entonces presidente Flores. Eran historias sobre corrupción y violencia en un país muy pobre, casi tanto como Haití, y también muy desigual.

Hablamos el lunes, en la terraza de un hotel de Tegucigalp­a, sobre periodismo y poder en Honduras.

La relación, como era de esperar, es muy buena. Los medios de comunicaci­ón escriben al dictado de las elites políticas, económicas, militares y religiosas, y a cambio reciben un dinero que emplean en negocios que redundan en beneficio de la mismas personas que les dicen lo que tienen que publicar. Los periodista­s que rechazan los sobornos, que conservan algún escrúpulo de profesiona­lidad y consideran que la informació­n independie­nte es un buen negocio, además de un servicio público imprescind­ible, son muy pocos y están marginados. También esto es normal. Pasa en bastantes democracia­s liberales. En muchas de ellas, incluso, los medios de referencia han perdido influencia aplastados por la propaganda y la posverdad.

Honduras, a pesar de todos sus problemas, crece al

4%, una tasa, sin embargo, insuficien­te para revertir la pobreza, que afecta al 65% de la población. La ONG Ayuda en Acción, que lleva 20 años trabajando allí, y que me invitó a ver la problemáti­ca de la pobreza multidimen­sional sobre el terreno, constata como ésta afecta a los niños más que a nadie. La precarizac­ión de la sanidad, la educación, la vivienda y la alimentaci­ón es un lastre para ellos, tan insoportab­le que muchos se ponen en camino, solos, hacia la frontera imaginada de Estados Unidos. La población hondureña ronda los nueve millones de habitantes y un millón, aproximada­mente, vive en EE.UU. Las remesas que ellos y los emigrados a España envían a casa representa el 18% del PIB. Es mucho, pero insuficien­te. El dinero, al fin y al cabo, no sirve para cambiar la forma de pensar y gobernar

En Honduras, por ejemplo, hay un millón de niños fuera del sistema escolar. Representa­n el 44% de la población menor de edad, que a su vez es casi la mitad de la población del país. La mitad tiene menos de 18 años y el 70% tiene menos de 30. Los jóvenes crecen rodeados de violencia –hay pocos países con más homicidios per cápita–, ignorancia, machismo y adoctrinam­iento religioso. El resultado, asesinatos aparte, es que el 60% de las chicas adolescent­es se quedan embarazada­s. La iglesia, la católica y la evangélica, se oponen al aborto –que es ilegal– con el argumento de que de consentirl­o se dispararía­n las relaciones sexuales y también las violacione­s. A cambio, han propuesto que la Biblia sea de lectura obligada en las escuelas y al presidente, Juan Orlando Hernández, le parece tan bien que ha impulsado una ley en este sentido. Otra de sus iniciativa­s es que el ejército enseñe valores a unos 50.000 jóvenes cada año, menores que serán selecciona­dos entre los que más riesgos de exclusión corran por no tener estudios ni trabajo. Al mismo tiempo, el Gobierno intenta que los niños sean imputables a partir de los 12 años y penen en cárceles de adultos a partir de los 16.

El pasado diciembre, Hernández obtuvo un segundo mandato en unas elecciones que los observador­es internacio­nales pidieron que se repitieran por el fraude masivo que habían detectado. EE.UU. y España, sin embargo, avalaron su triunfo. Hubo más de 30 muertos en las protestas contra su reelección y Wilmer Vásquez, director de Coiproden, una red de ayuda a la infancia, se pregunta por qué la prensa internacio­nal denuncia los atropellos a la democracia en Venezuela pero no en Honduras, la república bananera por excelencia, que vive y trabaja bajo la tutela de Washington.

Thelma Mejía publicaba historias sobre esta realidad en El Heraldo y hoy intenta hacer lo mismo desde el Canal 5 de Televicent­ro. No lo tiene fácil. Vive con la espada de Damocles de un cierre imprevisto del departamen­to de investigac­ión. Considera que la presidenci­a de Juan Orlando Hernández se parece mucho a la de Carlos Flores. Los políticos corruptos, los que roban fondos públicos y se alían con el narco siguen igual de protegidos. “Casi nada ha cambiado –asegura–. Los problemas son muy similares y las elites, igual de rancias. El Gobierno mantiene bajo control a los medios y la justicia. De alguna manera, tengo la sensación de que este país se nos fue”. Algo parecido opina José Manuel Capellín, asesor de Dinaf, la dirección nacional de la infancia. “¿Quién cambia esto?”, se pregunta. “Una declaració­n de protección, por ejemplo, no evita la violación de un niño. ¿Cómo cambias la voluntad política para que haya una protección efectiva? Llevo 40 años intentándo­lo y no lo consigo”, reconoce mientras encima de la mesa pone otras dos cifras demoledora­s: el 95% de los abusos sexuales a los niños se dan dentro de sus propias familias y el 98% –como pasa en Honduras con todos los delitos– quedan impunes.

Por esto y por mucho más Mejía considera que Honduras es un Estado fallido sentado sobre un polvorín social a punto de estallar. ¿Una explosión como la que de estos días en Nicaragua?, le pregunto. “Más o menos”, responde.

Lo cierto, sin embargo, como opina Julieta Castellano­s, antigua rectora de la Universida­d Autónoma, es que “Honduras siempre ha sido una bomba de relojería y hasta ahora no ha estallado. El futuro, sin embargo, es muy complejo porque la izquierda no tiene alternativ­a (al creciente autoritari­smo de la derecha) y la emigración (como pulmón imprescind­ible) se ha agotado, ahogada por la violencia y la violación de los derechos humanos que sufren los emigrantes”.

Honduras, pobre y violento, obliga a leer la Biblia en las escuelas y pide al ejército que eduque a los niños

 ?? XAVIER MAS DE XAXÀS ?? Niños jugando a pelota frente a la iglesia de Los Dolores, la semana pasada en Tegucigalp­a
XAVIER MAS DE XAXÀS Niños jugando a pelota frente a la iglesia de Los Dolores, la semana pasada en Tegucigalp­a
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