La Vanguardia

robert de niro

Sonríe con la mirada y advierte con las cejas y la boca si intentan halagarlo

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que, como ya se ha dicho, no gusta del halago asilvestra­do, no es, pues, un hijo único al uso. Tampoco parece un actor. Quizá porque sí lo es y sabe, como los buenos actores, que las sobreactua­ciones, tan frecuentes en nuestras latitudes, son propias de actores y actrices mediocres. Algo tendrá que ver en ello el maestro Lee Strasberg.

A De Niro nunca lo asocio con el joven Vito Corleone de El Padrino II sino con aquel Alfredo Berlinghie­ri, hijo de terratenie­nte italiano y amigo de Olmo Dalcó, líder campesino, que en la película Novecento, dirigida por Bernardo Bertolucci, interpreta­ba Gérard Depardieu. También lo asocio con Noodles, que, en la película Érase una vez en América, era el componente de una banda juvenil, pese a que Sergio Leone, su director, quizá no quiso hablar en la misma de muertes y robos sino de amistad y traición. En cualquier caso la gracias a nuestra estúpida e inconscien­te colaboraci­ón o desidia. Lo digo, porque, como me enseñó y demostró en su día cierto intelectua­l catalán, independen­tista pero demócrata, el catalán cree que por ser catalán no puede ser fascista. Y se equivoca, claro.

Para conocer a De Niro yo aposté por el ascensor del hotel torre Catalunya, propiedad de Jordi Mestre, que pronto se convertirá en el Nobu Hotel Barcelona, del que también será socio el actor. En un ascensor, el amigo de Al Pacino, Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Joe Pesci se parece al hombre que quizá es: alguien próximo a la gente, no a los periodista­s, que tiene un hijo autista y sabe lo cruel que es esa realidad. Aunque ese padre sea rico, popular y se desplace con un avión privado.

En un ascensor casi todos somos iguales.

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