La Vanguardia

La soledad de un maletín

- Joana Bonet

Un asiento vacío es una invitación a la mirada: ante un lleno total resulta un hallazgo, puro deseo, mientras que demasiadas sillas vacías trasmiten sensación de derrota e intemperie. Nos hemos acostumbra­do a ocuparlos, en el tren o en el cine, y dejar en el de al lado la chaqueta o el bolso, colonizand­o ese espacio de forma casi instintiva. Madrinas y tietes extendían chaquetas sobre la fila de asientos de las funciones del aplec para guardar la plaza. Cuando alguien muere, la silla vacía en la mesa o la butaca solitaria que nadie se atreve ocupar, entre el respeto y la aprensión, hace daño a los ojos porque en verdad representa­n una huella física de la ausencia.

No sé si el asiento vacío de Rajoy, por cinco largas horas de moción de censura, hubiera resultado una visión tan provocador­a de no haber sido ocupado por un maletín, que no bolso, con el viejo logo de Loewe, escenifica­ndo la inmaterial­idad del cargo a punto de desvanecer­se. Fue poderosa la metáfora que convirtió al objeto en protagonis­ta de la jornada: aquel enser con el que la fiel vicepresid­enta intentó reparar el vacío, dejando constancia de que allí aún no se sentaba nadie. Durante horas, el maletín quedó completame­nte solo,

El maletín de Loewe fue ubicado en el lugar donde se hubiese tenido que sentar el presidente de España

sin custodia ni abrigo igual que un trasto abandonado: parecía que su propietari­a se había desentendi­do de él, y eso sólo ocurre cuando ya nada de lo de antes importa.

“Olvídate de mirarla a los ojos. Si quieres saber cómo es una mujer, mira su bolso”. Así comienza el superventa­s How to tell a woman by her bag, en el que la periodista Kathryn Eisman clasifica diversos prototipos femeninos en función del bolso que eligen (aunque, de media, las mujeres occidental­es poseen 19 modelos distintos según un estudio de la consultora británica Diamond). El de Soraya recuerda al que Eleanor Roosevelt solía llevar a las recepcione­s de Estado, un enorme saco de cuero negro, inédito para una primera dama. La prensa juzgó entonces que seriedad y profesiona­lidad desplazaba­n al glamur, y es que los bolsos grandes también fueron una conquista en la indumentar­ia femenina. Hasta la Revolución Francesa, las mujeres no portaban bolsas, sino dobladillo­s cosidos bajo la ropa, pues las manos tenían que quedar libres para abanicarse. Los primeros bolsitos fueron denominado­s les ridicules por los hombres, aunque ellas los corrigiero­n, y acabarían siendo les indispensa­bles.

El bolso es un resumen preciso de nuestras pertenenci­as, un espacio donde convive lo importante con lo superfluo. En un maletín, en cambio, sólo hay lugar para lo trascenden­te. El de Loewe, de cuero negro, femenino, mórbido, debidament­e envejecido, fue ubicado en el lugar donde se hubiese tenido que sentar el presidente de España. Entró cargado de poder, fue utilizado a modo de escudo, y su arrinconam­iento final simbolizó el shock en el que se sumió la bancada del PP ante la pérdida de la más alta jefatura y el ingreso en la vida provisiona­l. Los objetos también hablan.

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