Los ojos de Mariano
La moción de censura me pilló repasando mi italiano y cogiendo el AVE para asistir a la boda de Fer y Laura, mi sobrina madrileña. Horas después, desde Barajas, volaba hacia Roma a fin de reencontrarme con unos amigos a los que llevo décadas sin ver. Ambos acontecimientos domésticos estaban marcados en mi calendario con meses de antelación y, no sin cierto cargo de consciencia, persistí en cumplimentarlos abandonando mi habitual atención a las peripecias colectivas. Escribo este artículo, por lo tanto, sin tener exhaustiva referencia de lo acontecido en el Congreso y sin intención de calibrar el vuelco político que se ha producido. Característico de esta época de cambios frenéticos, no sabemos qué es lo que este vuelco va a traernos. Me gustaría que iniciara un periodo de diálogo y reencuentro. Pero temo que contribuirá a exasperar el pleito de identidades.
Mientras volaba hacia Roma, abandonando el laberinto hispánico para adentrarme en la telaraña transalpina, pensaba en Mariano Rajoy. No lo doy por acabado: los gatos de su estirpe acostumbran a tener más de siete vidas. Raramente digieren estoicamente un final humillante. Por demás, a Rajoy le queda un as en la manga. Una apuesta que podría darle ciertas expectativas de retorno al éxito, pero que, si la realiza, acabará pulverizando las últimas posibilidades de resolver el pleito territorial de manera razonable e inclusiva: pujar al alza en la subasta de la españolidad que Albert Rivera lleva meses encabezando. Para reconquistar el liderazgo de la derecha, Rajoy puede exacerbar la demonización genérica del catalanismo, con el objetivo de dividir el PSOE y arrastrarlo, como ya consiguió Aznar, a una visión excluyente de la compleja realidad española.
Existe otro factor de pesimismo: el resquemor. El descabalgamiento de Rajoy es constitucional y responde a la formidable soledad de un partido que no sabe o no quiere tejer alianzas, pero el PP lo percibe como un robo. Ya respondieron los populares a la ofensa del Pacte del Tinell con un ataque sin cuartel al Estatut. La metáfora de la olla a presión que servía para explicar los meses pasados puede ser sustituida por la de una central nuclear descontrolada.
Con estos negros augurios rondando por mi cabeza, pienso en Mariano Rajoy y me digo: ¡qué lástima de político: tenía alma de conservador tranquilo, podía haber sido un Pompidou, un John Major, incluso un Helmut Kohl a la española! No consigo entender por qué, cuando pudo desarrollar sin trabas su moderantismo natural (es decir, cuando Cs carecía de fuerza para tensionar al alza la subasta españolista), Rajoy renunció a lo que supuestamente era su alma genuina.
Se han destacado dos características de su personalidad. Se ha hablado mucho de su abulia, de la pereza con que deserta de los verdaderos retos. En sentido opuesto, se ha glosado durante años su virtuoso control del tiempo, su frialdad, su lentitud supuestamente curativa. Pero ha quedado claro que se trataba de un mito: los problemas que dejó pudrir acabaron infectándole. Sobre su abulia, no puedo opinar. No lo conozco suficientemente. Tan sólo compartí dos comidas con él y algunos compañeros de La Vanguardia, en tiempos del director José Antich. En una de ellas, faltaba poco para que Rajoy accediera a la presidencia. Hablábamos del infausto Estatut. En un momento dado, alguien le recriminó las mesas petitorias contra la reforma estatutaria. “Fue un error”, dijo. Y se produjo un silencio, que yo aproveché para decir: “Los errores no son problema, señor Rajoy: se reconocen, se enmiendan, y el marcador vuelve a cero”. Rajoy no contestó. Desde mi perspectiva, esta fue su gran oportunidad perdida. Si él mismo reconocía el error, ¿por qué no aprovecharlo para hacer borrón y cuenta nueva? ¡Cuánta crispación, malestar y problemas nos hubiésemos ahorrado!
En otra ocasión, anterior a la citada, Rajoy no estaba todavía en condiciones de recuperar el poder, pues Zapatero mantenía intacta su baraka: la crisis económica no había llegado. Fue una comida tranquila, de tanteo, con esgrima amable y chispeante conversación. El menú, sin ser nada del otro mundo, era apetecible. Humeaba el café, cuando me dio por discursear sobre la diversidad cultural española y los beneficios de una España reconciliada con su diversidad. Soy un escritor de provincias y no tengo, ni tenía entonces, mucha experiencia en reuniones con gente
Era un conservador de manual: podía haber sido un Pompidou, un John Major, incluso un Kohl a la española
importante. Con vehemencia, aprovechando la oportunidad, intenté convencerle de lo bueno que sería para su partido y para el país en su conjunto asumir positivamente la pluralidad. Rajoy tomaba el café y me miraba con sus ojos engrandecidos por los cristales de las gafas. Parecía estar diciéndome: “¡No me amargue usted la digestión, con este discurso político tan apasionado!”. Mientras yo intentaba convencerle de superar por elevación un problema que sigue carcomiendo el futuro de España, Rajoy, calentando una copa en sus manos, me observaba, maravillado, como quien descubre en el zoo un animal exótico.