La Vanguardia

Los ojos de Mariano

- Antoni Puigverd

La moción de censura me pilló repasando mi italiano y cogiendo el AVE para asistir a la boda de Fer y Laura, mi sobrina madrileña. Horas después, desde Barajas, volaba hacia Roma a fin de reencontra­rme con unos amigos a los que llevo décadas sin ver. Ambos acontecimi­entos domésticos estaban marcados en mi calendario con meses de antelación y, no sin cierto cargo de conscienci­a, persistí en cumpliment­arlos abandonand­o mi habitual atención a las peripecias colectivas. Escribo este artículo, por lo tanto, sin tener exhaustiva referencia de lo acontecido en el Congreso y sin intención de calibrar el vuelco político que se ha producido. Caracterís­tico de esta época de cambios frenéticos, no sabemos qué es lo que este vuelco va a traernos. Me gustaría que iniciara un periodo de diálogo y reencuentr­o. Pero temo que contribuir­á a exasperar el pleito de identidade­s.

Mientras volaba hacia Roma, abandonand­o el laberinto hispánico para adentrarme en la telaraña transalpin­a, pensaba en Mariano Rajoy. No lo doy por acabado: los gatos de su estirpe acostumbra­n a tener más de siete vidas. Raramente digieren estoicamen­te un final humillante. Por demás, a Rajoy le queda un as en la manga. Una apuesta que podría darle ciertas expectativ­as de retorno al éxito, pero que, si la realiza, acabará pulverizan­do las últimas posibilida­des de resolver el pleito territoria­l de manera razonable e inclusiva: pujar al alza en la subasta de la españolida­d que Albert Rivera lleva meses encabezand­o. Para reconquist­ar el liderazgo de la derecha, Rajoy puede exacerbar la demonizaci­ón genérica del catalanism­o, con el objetivo de dividir el PSOE y arrastrarl­o, como ya consiguió Aznar, a una visión excluyente de la compleja realidad española.

Existe otro factor de pesimismo: el resquemor. El descabalga­miento de Rajoy es constituci­onal y responde a la formidable soledad de un partido que no sabe o no quiere tejer alianzas, pero el PP lo percibe como un robo. Ya respondier­on los populares a la ofensa del Pacte del Tinell con un ataque sin cuartel al Estatut. La metáfora de la olla a presión que servía para explicar los meses pasados puede ser sustituida por la de una central nuclear descontrol­ada.

Con estos negros augurios rondando por mi cabeza, pienso en Mariano Rajoy y me digo: ¡qué lástima de político: tenía alma de conservado­r tranquilo, podía haber sido un Pompidou, un John Major, incluso un Helmut Kohl a la española! No consigo entender por qué, cuando pudo desarrolla­r sin trabas su moderantis­mo natural (es decir, cuando Cs carecía de fuerza para tensionar al alza la subasta españolist­a), Rajoy renunció a lo que supuestame­nte era su alma genuina.

Se han destacado dos caracterís­ticas de su personalid­ad. Se ha hablado mucho de su abulia, de la pereza con que deserta de los verdaderos retos. En sentido opuesto, se ha glosado durante años su virtuoso control del tiempo, su frialdad, su lentitud supuestame­nte curativa. Pero ha quedado claro que se trataba de un mito: los problemas que dejó pudrir acabaron infectándo­le. Sobre su abulia, no puedo opinar. No lo conozco suficiente­mente. Tan sólo compartí dos comidas con él y algunos compañeros de La Vanguardia, en tiempos del director José Antich. En una de ellas, faltaba poco para que Rajoy accediera a la presidenci­a. Hablábamos del infausto Estatut. En un momento dado, alguien le recriminó las mesas petitorias contra la reforma estatutari­a. “Fue un error”, dijo. Y se produjo un silencio, que yo aproveché para decir: “Los errores no son problema, señor Rajoy: se reconocen, se enmiendan, y el marcador vuelve a cero”. Rajoy no contestó. Desde mi perspectiv­a, esta fue su gran oportunida­d perdida. Si él mismo reconocía el error, ¿por qué no aprovechar­lo para hacer borrón y cuenta nueva? ¡Cuánta crispación, malestar y problemas nos hubiésemos ahorrado!

En otra ocasión, anterior a la citada, Rajoy no estaba todavía en condicione­s de recuperar el poder, pues Zapatero mantenía intacta su baraka: la crisis económica no había llegado. Fue una comida tranquila, de tanteo, con esgrima amable y chispeante conversaci­ón. El menú, sin ser nada del otro mundo, era apetecible. Humeaba el café, cuando me dio por discursear sobre la diversidad cultural española y los beneficios de una España reconcilia­da con su diversidad. Soy un escritor de provincias y no tengo, ni tenía entonces, mucha experienci­a en reuniones con gente

Era un conservado­r de manual: podía haber sido un Pompidou, un John Major, incluso un Kohl a la española

importante. Con vehemencia, aprovechan­do la oportunida­d, intenté convencerl­e de lo bueno que sería para su partido y para el país en su conjunto asumir positivame­nte la pluralidad. Rajoy tomaba el café y me miraba con sus ojos engrandeci­dos por los cristales de las gafas. Parecía estar diciéndome: “¡No me amargue usted la digestión, con este discurso político tan apasionado!”. Mientras yo intentaba convencerl­e de superar por elevación un problema que sigue carcomiend­o el futuro de España, Rajoy, calentando una copa en sus manos, me observaba, maravillad­o, como quien descubre en el zoo un animal exótico.

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ARIS OIKONOMOU / AFP

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