La dignidad
Artículo primero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que fue aprobada en asamblea general por las Naciones Unidas en diciembre de 1948 en París: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.
Inevitablemente, más de un lector habrá esbozado una sonrisa escéptica o hasta socarrona, porque resulta obvio que ya desde nuestro nacimiento no somos iguales ni en derechos ni en libertades, por más que lo proclame el sacrosanto y bienintencionado texto. Tal vez sí en dignidad, pues esa palabra, tan en boga en nuestros días, parece que se refiere, siguiendo la tradición cristiana, a la dignidad intrínseca de todo ser humano por el hecho de serlo. Al fin y al cabo, el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios y dotado de libre albedrío… Pero no nos perdamos entre ramas teológicas, porque lo que hoy me parece curioso es cómo, desde la Declaración Universal de 1948, la dignidad ha usurpado el campo semántico del honor y en estos tiempos es reivindicada por organizaciones políticas de todo signo y pelaje que dicen actuar por dignidad o para recobrar la dignidad. La dignidad ha desbancado al honor, que suena a rancio y que en este solar hispano tantos sinsabores trajo y tantas disputas sustentó. El honor parece reservado para académicos y militares, que harán bien en recordar que hay que procurarse honor y no honores, pues no son lo mismo. Por el contrario, la dignidad, más democrática, es un intangible que, desde los horrores de la Segunda Guerra Mundial, los poderes públicos se han apresurado a proclamar y supuestamente proteger. La dignitas latina garantizaba que se era digno de recibir honores, de ser honrado, por lo que tenía algo de grandeza, de excelencia. Comparte origen
La dignidad ha desbancado al honor, que suena a rancio y que en este solar hispano tantos sinsabores trajo
etimológico con dignatario, claro está, pero también con los indignados, incluyendo los que así se llamaron en aquella ya un poco antigua ocupación de la Puerta del Sol madrileña.
Hoy, y dadas las circunstancias políticas y sociales que estamos viviendo, se reivindica una vivienda digna y un trabajo o un salario digno, así como se trabaja por la dignidad de un pueblo, una nación o un Estado y se considera indigno todo lo que se oponga a nuestros propósitos. Se ha convertido la palabra y su idea en un arma arrojadiza que agrava incluso el viejo concepto del honor, que era más individual y menos socializado, menos genérico. Eso explica, por poner un ejemplo doloroso y de grave confrontación, que grupos antiabortistas propaguen sus ideas por la dignidad del feto en gestación y grupos proabortistas insistan en la dignidad de las mujeres embarazadas para decidir por ellas mismas. La tarea del legislador y del gobernante, tan fácilmente tildado de indigno por unos y por otros, sería la de, justamente, preservar la dignidad de todos y conseguir los compromisos aceptables necesarios. Les va su honor en ello, si es que lo valoran en algo, y nuestra dignidad de ciudadanos.