La Vanguardia

La dignidad

- Daniel Fernández

Artículo primero de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos, que fue aprobada en asamblea general por las Naciones Unidas en diciembre de 1948 en París: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportars­e fraternalm­ente los unos con los otros”.

Inevitable­mente, más de un lector habrá esbozado una sonrisa escéptica o hasta socarrona, porque resulta obvio que ya desde nuestro nacimiento no somos iguales ni en derechos ni en libertades, por más que lo proclame el sacrosanto y bienintenc­ionado texto. Tal vez sí en dignidad, pues esa palabra, tan en boga en nuestros días, parece que se refiere, siguiendo la tradición cristiana, a la dignidad intrínseca de todo ser humano por el hecho de serlo. Al fin y al cabo, el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios y dotado de libre albedrío… Pero no nos perdamos entre ramas teológicas, porque lo que hoy me parece curioso es cómo, desde la Declaració­n Universal de 1948, la dignidad ha usurpado el campo semántico del honor y en estos tiempos es reivindica­da por organizaci­ones políticas de todo signo y pelaje que dicen actuar por dignidad o para recobrar la dignidad. La dignidad ha desbancado al honor, que suena a rancio y que en este solar hispano tantos sinsabores trajo y tantas disputas sustentó. El honor parece reservado para académicos y militares, que harán bien en recordar que hay que procurarse honor y no honores, pues no son lo mismo. Por el contrario, la dignidad, más democrátic­a, es un intangible que, desde los horrores de la Segunda Guerra Mundial, los poderes públicos se han apresurado a proclamar y supuestame­nte proteger. La dignitas latina garantizab­a que se era digno de recibir honores, de ser honrado, por lo que tenía algo de grandeza, de excelencia. Comparte origen

La dignidad ha desbancado al honor, que suena a rancio y que en este solar hispano tantos sinsabores trajo

etimológic­o con dignatario, claro está, pero también con los indignados, incluyendo los que así se llamaron en aquella ya un poco antigua ocupación de la Puerta del Sol madrileña.

Hoy, y dadas las circunstan­cias políticas y sociales que estamos viviendo, se reivindica una vivienda digna y un trabajo o un salario digno, así como se trabaja por la dignidad de un pueblo, una nación o un Estado y se considera indigno todo lo que se oponga a nuestros propósitos. Se ha convertido la palabra y su idea en un arma arrojadiza que agrava incluso el viejo concepto del honor, que era más individual y menos socializad­o, menos genérico. Eso explica, por poner un ejemplo doloroso y de grave confrontac­ión, que grupos antiaborti­stas propaguen sus ideas por la dignidad del feto en gestación y grupos proabortis­tas insistan en la dignidad de las mujeres embarazada­s para decidir por ellas mismas. La tarea del legislador y del gobernante, tan fácilmente tildado de indigno por unos y por otros, sería la de, justamente, preservar la dignidad de todos y conseguir los compromiso­s aceptables necesarios. Les va su honor en ello, si es que lo valoran en algo, y nuestra dignidad de ciudadanos.

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