Contra el cerezo de un jardín
Descrita con frialdad, si quitas la faramalla retórico-emotiva de los diarios que, en vez de describir los hechos, intentan conmoverte de entrada, la noticia es espectacular. Pasó hace unos días en el norte de Italia, en la provincia de Novara. A las diez de la mañana, el conductor del coche de muertos de una empresa de pompas fúnebres llamada Galli –el hombre se llama Filippo Galli; quizás es también el propietario– recoge los restos mortales de un señor a quien la familia y los amigos han velado la noche antes. El objetivo es llevarlo hasta el pueblo donde se va a celebrar el funeral, a unos quince kilómetros. Detrás de él, a poca distancia, el resto de coches del séquito: parientes y amigos.
De repente, el coche acelera, no por voluntad del conductor sino porque acaba de tener un ataque de corazón (un infarto, lo llaman ahora). Se lleva por delante a una chica de veintidós años que va por la acera la mar de tranquila, haciendo jogging mientras escucha música con los cascos, como hace cada día que sale a correr. ¿El hecho de que vaya con los cascos puestos explica por qué no ha oído que el coche aceleraba
A las diez, el coche de muertos de una empresa de pompas fúnebres recoge los restos mortales de un señor
y se le acercaba? Probablemente sí. (Si lo hubiera oído casi seguro que habría intentado apartarse. Hace años que hay debate sobre cómo solucionarán el problema del silencio de los coches eléctricos, que no hacen ruido y, por lo tanto, son un peligro para los viandantes, y la conclusión general es que tienen que añadir ruido, para que la gente perciba auditivamente que se acercan. Pero por muchos ruidos que añadan, no servirán de mucho si la gente sigue yendo por la calle con los cascos puestos escuchando música). No nos ensañaremos porque la chica –Alice Alessandra Ingrassia– está lamentablemente muerta, igual que el conductor, que sigue sentado al volante del coche, coche que, una vez atropellada la chica, choca contra un pilón y después contra el murete de una casa. La velocidad es tal que el murete cae al suelo y el coche funerario sigue por el jardín hasta estrellarse contra un cerezo.
Imaginen la escena. La chica atropellada, muerta. El conductor del coche fúnebre, muerto él también. Aquí y allá los parientes y los amigos del difunto que llevaban a enterrar. Y, para acabar de rematarlo –no pun intended–, el hijo del conductor, que iba en un coche detrás, con las coronas, los ramos de flores y las herramientas necesarias en todo funeral. Enamorado de aquella gran serie que es A dos metros bajo tierra ,no puedo evitar adjudicar las caras de aquellos actores a los protagonistas de esta tragedia (todos en torno al cerezo, recomponiendo la secuencia de los hechos, a ver qué ha pasado exactamente) mientras de manera simultánea recuerdo que, muchas veces, cuando voy al volante del coche por el puente que hay junto al pantano de Darnius calculo si, el día que me sobrevenga el ataque de corazón, tendré suficiente tiempo para darme cuenta, detenerlo en el arcén y evitar, al menos, que los que van conmigo se despeñen.