En la ciénaga
Atrazo grueso. O a brocha gorda y sin matizar demasiado. A vista de dron y de profano, a la Península entera se la ve en la ciénaga. A todos los personajes, secundarios o protagonistas, que cuelgan del hilo de los sabios dedos del gran guiñol, les llega el fango al pecho –es aconsejable que no hagan olas, ya saben: es peor–. No parece que tengamos defensa, ni ellos ni nosotros. Ellos menos. Víctima de una enfermedad crónica, la ironía de la historia habla por sí misma. Y la Piel de Toro. La voz de un pasado que no hemos entendido bien. Y la propaganda negra… Suerte que los marcianos no existen y los entomólogos están por otros asuntos porque debe ser curioso, quizá aleccionador, vernos en perspectiva. ¿Deprimente? ¿Acaso ridículo? Cuidado con las tragedias. Y con la antología de los agravios. Y el odio encriptado.
Cíclicamente nos anuncian que todo va a cambiar. A punto el contenedor de las ilusiones. ¡Ay! Ya no es sólo una cuestión generacional, alternativa, como toda la vida. La promesa es más brusca, más radical, dicen. Otras caras, otros relatos, otra moral y otra ética. Pero puede que, cuando la indignación, el cabreo colectivo, la pancarta, el grito hagan poso, todo quedará más o menos por el estilo. Los pesimistas siempre aciertan: “El género humano no tiene remedio”. El pueblo digital dicta sus sentencias vía pulsaciones y pulsiones, y se nos calienta el dedo. La víscera inflamada y la razón en el estante de arriba, lo peor de nosotros. Pero, a “la hora de la verdad” –con perdón– el metabolismo se acompasa y el voto es más aquerenciado, más rítmico; manso. Aunque sólo sea por higiene hay muchos motivos para el descreimiento y la decepción. Y el cambio. ¡Cautela! Qué le vamos a hacer: huelen mal, individuos e instituciones. Y no precisamente a sudor antiguo y honrado. Ni al vaho espeso, y a trabajo, de los transportes que usa la buena gente. Son pestilencias de traje caro, uniforme, toga, sotana y a cuerno de cabra. A escalafón, a ley, a intriga. A egoísmo y a ego. A soberbia. A canibalismo moral. Tenemos asumido que no creemos en nada y en nadie. Mal asunto.
Pero ¿quién va a creerse a los que están instalados en la posverdad con tanto desparpajo? Una gran nómina de inútiles que viven felices haciendo infelices. La memoria regurgitada. Y la geometría de la angustia. Y un futuro por escribir. Veremos.