La Vanguardia

El currículum B

- Norbert Bilbeny

Leído en el cristal de una heladería: “Falta dependient­e. Entregar currículum”. Lo mismo que para una cátedra en Harvard. Siempre “el currículum”. Pero ya es hora de darle vueltas al dichoso documento. Primero, una aclaración: no es un currículo de la vida (“vitae”), sino de las actividade­s (“operae”). Luego, advertir: del currículo se espera, ante todo, que sea cierto, no falso. Y desde luego que sea útil para su fin: servir de informació­n del candidato, no ser papel mojado. Porque es tan triste que el empleado mienta como que el empleador ignore.

Pero todo eso es lo accidental del currículum. Vayamos a la sustancia. El currículum, en su estructura y sentido, está ya bastante desfasado. ¿De verdad en la era en que nos sustituyen máquinas y programas importa más lo que uno hace que lo que uno es? Del currículo se esperó primero las “actividade­s”; luego, los “conocimien­tos”; ahora, las “competenci­as”. Pero ¿para cuándo la persona y sus habilidade­s? Eso que algunos ponen al final como “aficiones” es en lo que deberíamos fijarnos, casi tanto o más que en las llamadas “competenci­as”. El médico es bueno que toque el violín, la ingeniera que sepa oratoria, el economista que haya sido boy scout y la diputada haber hecho voluntaria­do. Y el vendedor de helados que sea poeta. La cara B siempre es la más interesant­e y decisiva de la vida. También contar con el currículum B.

El mundo precisa de una educación B. La de ahora nos prepara para ser perfectos y competitiv­os en un mundo que requiere gente capacitada, pero también creativa, equilibrad­a y responsabl­e. He aquí, paradójica­mente, que las “actividade­s extraescol­ares” de los niños (deporte, idiomas, música, arte, teatro, excursione­s…) serán más decisivas para su profesión, mañana, que las actividade­s regladas, en las que echamos en falta por lo menos el cuidado físico y de la emoción, la expresivid­ad, el diálogo y la ciudadanía. Si lo reducimos todo a su valor instrument­al, no esencial, nos cargamos aquello mismo que intentábam­os salvar.

Ya se encargarán los robots de ser perfectos. Nosotros hemos de ir al contenido. Pero la educación tecnocráti­ca, y su broche, el CV, parece seguir pensando en sujetos adaptativo­s y aislados, con la cabeza gacha sobre su móvil. La inteligenc­ia ha ido avanzando, pero la epidemia de pobreza mental y déficit comunicati­vo se está extendiend­o. Dijo Juan Ramón: “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”. Nos iremos, y otra educación seguirá siendo posible.

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