La Vanguardia

Malos ejemplos

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La dimisión de Màxim Huerta, el fugaz primer ministro de Cultura del Gobierno de Pedro Sánchez; y la destitució­n de Julen Lopetegui como selecciona­dor nacional.

PEDRO Sánchez resolvió ayer en pocas horas su primera crisis de gobierno, constituid­o hace apenas una semana. El ministro de Cultura, Màxim Huerta, presentó la dimisión mediada la tarde, a raíz de informacio­nes sobre el fraude a Hacienda que cometió en el 2006, el 2007 y el 2008, y por el que recibió dos sentencias condenator­ias del Tribunal Superior de Justicia de Madrid en el 2017.

Sánchez formó la semana pasada un Gobierno que sorprendió agradablem­ente, incluso a sus rivales políticos, por la cualificac­ión de sus miembros: profesiona­les con buen conocimien­to de las materias del ministerio asignado, de larga experienci­a, limpia trayectori­a e inequívoca vocación europeísta. Este Gabinete contribuyó decisivame­nte a mejorar la percepción popular de Sánchez, que si hasta entonces pasaba por ser un político resistente en la adversidad, se reveló también como alguien capaz de rodearse de los mejores.

La elección de Màxim Huerta como ministro de Cultura, la última cartera en ser atribuida, fue en cierta medida la excepción. Popular por sus aparicione­s en un magazine televisivo matinal, y también por sus novelas, Huerta exhibía un perfil distinto. Y el hecho de que al poco de conocerse su elección se difundiera­n algunos tuits suyos, que en su nueva posición resultaban cuando menos embarazoso­s, no resultó de ayuda.

Ayer se le abrió un nuevo frente a Huerta, cuando un medio reveló que había defraudado a Hacienda 218.322 euros con una sociedad que montó en el 2006. Huerta salió por la mañana al paso de estas revelacion­es, declarando que ahora estaba al corriente de sus obligacion­es fiscales, que el suyo era un caso comparable al de otros periodista­s y presentado­res televisivo­s, debido a un cambio en la fiscalidad, y que en su día hizo los pagos requeridos para regulariza­r la situación.

Aun así, las informacio­nes divulgadas en nada favorecían a Huerta. Ni a él, ni al Gobierno. La oposición le había descubiert­o un flanco por el que sin duda iba a atacar. De hecho, portavoces tanto del PP como de Podemos pidieron ya ayer por la mañana la dimisión de Huerta. Difícilmen­te podía ser de otro modo.

El Gobierno tenía dos opciones: dar por buenas las explicacio­nes que pudiera ofrecer Huerta y mantenerle en el cargo, o bien destituirl­o o lograr que dimitiera. Ninguna de las dos soluciones era buena, pero la primera era peor que la segunda. Conservarl­e en el cargo hubiera restado credibilid­ad al proyecto de regeneraci­ón que abandera el PSOE. Por el contrario, prescindir rápidament­e de Huerta reforzaba la coherencia del discurso del PSOE y minimizaba los daños. La decisión política más pertinente, guiada por la coherencia, e incluso por el pragmatism­o, estaba pues bien clara.

Sobre las siete de la tarde, Huerta compareció ante la prensa y despejó dudas. Una semana después de asumir elMministe­rio de Cultura, y pocas horas después de que se hubiera conocido la noticia de sus problemas, anunció que dejaba el cargo. Huerta leyó una declaració­n insistiend­o en sus razones, ya expuestas por la mañana, en la que no faltaron alusiones discutible­s e imprecisas a lo que el definió como “jauría” perseguido­ra.

La marcha de Huerta nos parece una decisión acertada, por tres motivos: acredita el discurso regenerado­r del Gobierno, le permite cubrir con menos sobresalto­s el flanco que se había revelado más débil y demuestra una diligencia en la toma de decisiones a la que no estábamos acostumbra­dos en la anterior legislatur­a.

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