Del álbum de cromos a la cerveza helada
Mi primer Mundial fue el de Chile de 1962. No porque estuviera, sino porque es el que recuerdo. Tenía ocho años y me sabía el equipo de Brasil, que acabaría ganando el título, de memoria: Gylmar; Djalma Santos, Bellini, Zozino; Nilton Santos, Zito; Garrincha, Didí, Vavá, Pelé y Zagalo. Era el poder de la colección de cromos, que entonces se pegaban con un tubo de Imedio, que se tapaba con un alfiler. La canarinha estaba en la primera página del álbum, como ganadora de la edición anterior. Recuerdo a mi padre intentando escuchar con una radio de baquelita el partido Checoslovaquia-España, pero se perdía la señal cada dos por tres. Al final, me fui a mi cuarto con el álbum, imaginándome que estaba en el campo con la camiseta de Luis Suárez, hasta que oí a mi progenitor decir que al final le habían marcado un gol a Carmelo y que, para clasificarse, España estaba obligada a ganar a Brasil. Por cierto, algo que estuvo a punto de suceder, porque la selección de Helenio Herrera, en la que jugaban futbolistas de la talla de Di Stéfano, Suárez, Puskas, Del Sol o Peiró, marcó primero y, si el árbitro hubiera pitado un claro penalti, se hubiera puesto dos arriba. Nilton Santos, el autor de la falta, reconoció con los años que era un penalti de libro, pero dio un paso adelante y levantó lo brazos. Sigan, sigan. Las televisiones, con pantallas en blanco y negro, eran un electrodoméstico escaso en los hogares, y los goles del Mundial no se veían más que días después en el NO-DO.
Sin embargo, el mejor recuerdo que tengo de un Mundial corresponde a Italia 1990. Ganó el trofeo por tercera vez Alemania en una disputada final contra la Argentina de Maradona, que fue derrotada en el minuto 87 gracias a un dudoso penalti lanzado por Brehme. No estuve en Roma, sino en la Costa Brava. No asistí a ningún partido, pero tuve el enorme lujo de ver en una gran pantalla el encuentro entre Brasil y Costa Rica (1-0), compartiendo sofá con Henry Kissinger y Johan Cruyff, que se habían desplazado hasta el Big Rock de El Masnou de Platja d’Aro para una cena a la que habíamos sido invitados. Una crónica en las páginas de Deportes de La
Vanguardia testimonia que no me lo he inventado. Fue un gusto escuchar al exsecretario de Estado pedir consejo al astro holandés, que entonces entrenaba al FC Barcelona, sobre cómo promocionar el soccer o sobre quién podría ser el mejor seleccionador de Estados Unidos (Cruyff recomendó a Franz Beckenbauer, que entrenaba a Alemania). Y escuchar los comentarios del partido de uno y otro.
Más recientemente tengo grabado en mi memoria el partido con que España ganó a Holanda el Mundial de Sudáfrica 2010. La selección era prácticamente el equipo del Barça (Piqué, Puyol, Busquets, Xavi, Iniesta, Pedro, Villa y Cesc, que ficharía al año siguiente) y su fútbol el tiqui-taca de Pep Guardiola. Lo vi en casa, con unos amigos y con una cerveza helada, como corresponde. Y el gol de Iniesta fue el reconocimiento de que esto del fútbol no iba de furia, sino de toque. No se trataba de romper el balón sino de acariciarlo. Ganó la roja, un sobrenombre más propio de la España de izquierdas y pretendidamente plural que defendía Zapatero. Esta vez, Alex Ferguson, que entonces entrenaba al Manchester United, no pudo repetir su frase preferida: “Ver los últimos Mundiales ha sido como sacarse una muela”.