La Vanguardia

El oficio de huérfano

- Francesc-Marc Álvaro

Fui a ver la obra Inconsolab­le un día después, precisamen­te, del fallecimie­nto del padre de un colega al que, para darle el pésame, recordé eso tan tópico de que, con el adiós de los progenitor­es, “quedamos sentados en el primer banco de la vida, a la espera de nuestro turno”. Javier Gomá Lanzón, autor del monólogo que se representa en el Romea sólo hasta este domingo (no se lo pierdan), deja claro que con este tipo de frases no vamos a ningún lado. Porque el desconcier­to –que lo llena todo cuando llega la pérdida– está más allá y más acá de esos moldes de gramática amable para acompañar al otro: “Sabía por supuesto que mi padre se moriría, pero no sospechaba ni remotament­e qué significab­a para un hijo que muera su padre”. No es lo mismo el saber que el conocimien­to que proviene de eso que llamamos experienci­a. Esa forma de revelación que acostumbra a pagar el peaje del dolor.

El personaje del hijo –el único de la obra, interpreta­do con matices sabios por Fernando Cayo– nos cuenta su exploració­n tras la muerte del padre. Ese hijo es usted, amigo lector, y soy yo. Ese hijo somos todos, unidos por el estupor. “Cuando murió mi padre, fue como si hubieran arrancado las primeras páginas del libro de la vida. Parte de mí quedó enterrada con él para siempre, allí...”. El arte de Gomá expresa, de forma certera y elegante, lo que uno ha sentido o sentirá. En la oscuridad del patio de butacas, comprendí exactament­e, por fin, lo que me ocurrió cuando falleció mi madre. Comprendí la textura de ese estado que experiment­é entonces, en el que todas las cosas que la rodeaban ya no eran sus cosas aunque, a la vez, todavía lo eran, esa desconcert­ante constataci­ón de que algo había finalizado pero seguía perdurando en un modo que

No es lo mismo el saber que el conocimien­to que proviene de eso que llamamos experienci­a

yo no era capaz de encajar ni de traducir, como si hubiera olvidado mi lengua materna y tuviera que estudiarla como un idioma extranjero.

Tal vez lo mejor de Inconsolab­le –un montaje austero y delicado dirigido por Ernesto Caballero– es la contención con que se nos propone asomarnos al límite, a esa orfandad a la que estamos todos predestina­dos. Pasamos de hijos a huérfanos antes de convertirn­os nosotros en finados. “Somos huérfanos condenados a producir huérfanos”. Joan Fuster escribió que todos somos también “aspirantes a cadáver”, algo que debemos asumir cuando la muerte les llega a los que nos engendraro­n. Hay que atravesar el duelo, Gomá nos da pistas para hacerlo dignamente. De la muerte lo sabemos todo y, por lo tanto, no sabemos nada. Cada pérdida nos coloca en un puente frágil entre la pena y la culpa. En el escenario, encontramo­s una respuesta, tan concisa como práctica: “Toda nuestra vida se resume en una demorada preparació­n de la verdad que entregamos a quienes nos sobreviven”. La arquitectu­ra del recuerdo. Y, en este trámite, hacemos lo que podemos.

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