El oficio de huérfano
Fui a ver la obra Inconsolable un día después, precisamente, del fallecimiento del padre de un colega al que, para darle el pésame, recordé eso tan tópico de que, con el adiós de los progenitores, “quedamos sentados en el primer banco de la vida, a la espera de nuestro turno”. Javier Gomá Lanzón, autor del monólogo que se representa en el Romea sólo hasta este domingo (no se lo pierdan), deja claro que con este tipo de frases no vamos a ningún lado. Porque el desconcierto –que lo llena todo cuando llega la pérdida– está más allá y más acá de esos moldes de gramática amable para acompañar al otro: “Sabía por supuesto que mi padre se moriría, pero no sospechaba ni remotamente qué significaba para un hijo que muera su padre”. No es lo mismo el saber que el conocimiento que proviene de eso que llamamos experiencia. Esa forma de revelación que acostumbra a pagar el peaje del dolor.
El personaje del hijo –el único de la obra, interpretado con matices sabios por Fernando Cayo– nos cuenta su exploración tras la muerte del padre. Ese hijo es usted, amigo lector, y soy yo. Ese hijo somos todos, unidos por el estupor. “Cuando murió mi padre, fue como si hubieran arrancado las primeras páginas del libro de la vida. Parte de mí quedó enterrada con él para siempre, allí...”. El arte de Gomá expresa, de forma certera y elegante, lo que uno ha sentido o sentirá. En la oscuridad del patio de butacas, comprendí exactamente, por fin, lo que me ocurrió cuando falleció mi madre. Comprendí la textura de ese estado que experimenté entonces, en el que todas las cosas que la rodeaban ya no eran sus cosas aunque, a la vez, todavía lo eran, esa desconcertante constatación de que algo había finalizado pero seguía perdurando en un modo que
No es lo mismo el saber que el conocimiento que proviene de eso que llamamos experiencia
yo no era capaz de encajar ni de traducir, como si hubiera olvidado mi lengua materna y tuviera que estudiarla como un idioma extranjero.
Tal vez lo mejor de Inconsolable –un montaje austero y delicado dirigido por Ernesto Caballero– es la contención con que se nos propone asomarnos al límite, a esa orfandad a la que estamos todos predestinados. Pasamos de hijos a huérfanos antes de convertirnos nosotros en finados. “Somos huérfanos condenados a producir huérfanos”. Joan Fuster escribió que todos somos también “aspirantes a cadáver”, algo que debemos asumir cuando la muerte les llega a los que nos engendraron. Hay que atravesar el duelo, Gomá nos da pistas para hacerlo dignamente. De la muerte lo sabemos todo y, por lo tanto, no sabemos nada. Cada pérdida nos coloca en un puente frágil entre la pena y la culpa. En el escenario, encontramos una respuesta, tan concisa como práctica: “Toda nuestra vida se resume en una demorada preparación de la verdad que entregamos a quienes nos sobreviven”. La arquitectura del recuerdo. Y, en este trámite, hacemos lo que podemos.