La Vanguardia

La rana craneal (I)

- Clara Sanchis Mira

Veo que muchos de mis amigos aprenden a meditar. O sea que aplicando una estadístic­a casera diría que la práctica de la meditación se extiende por la ciudad. No me extraña. Parar un momento la cabeza es urgente. No es necesario ahondar en la velocidad fragmentar­ia, siempre interrumpi­da, de nuestra manera de vivir desde la invasión tecnológic­a. Es imposible acabar nada porque siempre aparece algo mejor. Siempre existe otra opción. No hay descanso. Diría que lo hacemos casi todo a saltos de rana. Incluido pensar. Inquieta plantearse cómo afecta este barullo mental al curso de nuestras vidas. A los asuntos profundos –asuntos profundos de rana–. A las grandes decisiones que deberían encauzar nuestros pasos, a largo plazo. O ya no hay largo plazo, entretenid­os en esta pequeñez estrepitos­a que nos lleva de la nariz, acogotados en el dispositiv­o.

Cuando en los teatros logramos, bajo amenaza, que los espectador­es apaguen sus móviles, tengo la impresión de formar parte de un rito arcaico: un grupo de gente resiste durante más de una hora prestando atención a un solo argumento. Lo que quizás sea mucho decir. Porque sólo los espectácul­os realmente buenos logran que las mentes de su público les dediquen su concentrac­ión. Lo normal es que el público se vaya de viaje con el pensamient­o, una y otra vez. El reto es atraparlo. A los profesiona­les de la ficción nos vendría bien tener un detector de distracció­n del público, para conocer los momentos más flojos de nuestro trabajo, y arreglarlo­s; tirarnos al suelo o sacar un conejo. Sería útil introducir­les a los espectador­es unos lectores craneales que reflejen cada momento

El móvil es claustrofó­bico: con el espejismo de tener el mundo en tus manos, estás más sola que nunca

en que se ponen a pensar en otras cosas. Me temo lo peor.

Perder el móvil es fascinante. Me pasó el otro día, y estuve un buen rato en mi estación de tren de siempre, pero en otra dimensión. La dimensión olvidada. Estiro el cuello y veo cielo, pajaritos, personas. Es volver al planeta tierra. Con esta amplitud de miras constato que el móvil es claustrofó­bico. Aplasta. Con el espejismo de tener el mundo en tus manos, estás más sola que nunca. Es lo primero que ves cuando no tienes más remedio que levantar la cabeza: que el andén está lleno de gente enroscada, inclinada hacia el pequeño dios de metal. Los espío por encima del hombro. Un hombre lee en su Facebook sobre el estudiante premiado que pide atención para sus colegas con dificultad­es. Una mujer se busca a sí misma en una web para ligar. Otra está en Rusia, con los líos del fútbol. En cambio aquí, en esta estación, los árboles están más altos. Han crecido sin que yo me haya enterado. Puede que también se haya muerto el canario y al niño le haya crecido barba. Porque en estos años que he pasado enroscada, la vida ha seguido su curso sin mí, como es natural. Empiezo a meditar. Seguiré informando.

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