La Vanguardia

Aquellos mundiales

- Xavier Aldekoa

Lo llamábamos El terreno porque durante años fue exactament­e eso y nada más. Tras sudar cada céntimo guardado, mis abuelos maternos compraron una parcela de tierra a una hora de Barcelona y así quedó durante un buen tiempo, como un terreno yermo y vacío, hasta que poco a poco ahorraron lo suficiente para levantar una casa de veraneo de columnas de ladrillo y tejas grises. Hace casi cuarenta años de aquello, pero seguimos refiriéndo­nos a aquella casa como El terreno por costumbre y por una pizca de orgullo obrero también.

Para acceder al jardín, había una puerta de barrotes negros que de vez en cuando se desconchab­a y mi abuela nos reñía si despegábam­os más trozos de pintura con las uñas. Aquella puerta era nuestro Mundial. Cada tarde, los niños de la urbanizaci­ón jugábamos eliminator­ias en aquel portón, que hacía de portería y de ruleta rusa: justo detrás había una palmera y si chutabas demasiado alto el riesgo de pinchar el balón convertía la pachanga en un sudor frío constante. Era un todos contra todos y quien marcaba dos goles se clasificab­a para la siguiente ronda. El último en marcar quedaba eliminado y así hasta la gran final, cuando sólo quedaban uno contra uno y el portero estaba condenado a palmar. Jugábamos durante horas en mitad del asfalto y si al final de la calle aparecía un coche, mi padre, que leía libros en la terraza sin parar, lanzaba un silbido de aviso sin levantar la vista del papel para que dejáramos de patear la pelota y nos apartáramo­s. Entonces aquel silbido me parecía una precaución innecesari­a y ahora

El Mundial de Putin echó a rodar y pensé en aquellas tardes de verano en la puerta del terreno

me parece hasta insuficien­te lo que significa que ya soy oficialmen­te mi padre.

David siempre elegía ser España y el Johny, que era un pájaro, optaba por representa­r a Jamaica, Andorra o alguna selección sin pedigrí. Lo hacía por el cachondeo, claro, aunque él insistía en el valor revolucion­ario de su elección. “¿Y por qué no puede ganar Andorra?, ¿el Mundial es tuyo?”. Mi hermano Iván y su amigo Jordi, que eran más pequeños, escogían Brasil, Alemania o Argentina, y condenaban al fracaso a las eternas favoritas y a todos nos parecía bien. Yo solía jugar para Inglaterra porque Lineker era mi jugador favorito y alguna vez hice de Camerún, por Roger Milla y aquel Mundial, pero normalment­e le pasaba las opciones exóticas a mi hermano mayor, Dani, a quien le aburría soberaname­nte escoger selección y me pedía que le designara una. “¿Rusia? Ok. Soy Rusia”. Y a jugar.

Ayer, cuando el Mundial de Putin echó a rodar con tanta estrella y tanto brillo, con el jaleo de Lopetegui y el vídeo estudiado de Griezmann pensé en aquellas tardes de verano en la puerta del terreno. En David, el Johny y el silbido protector de mi padre. Y en la ingenuidad de los mundiales humildes. Tan nuestros.

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