Confusiones
LA civilización del espectáculo tiene como valor supremo el entretenimiento. No sé si esto nos va a conducir a un mundo feliz, pero es evidente que convertir la inclinación natural del ser humano a pasarlo bien en el motor de la historia supone banalizar la cultura en favor de la frivolidad y despreciar el periodismo en beneficio de la chismografía. La tecnología, que nos ha permitido mejorar la manera de comunicarnos, de relacionarnos y de informarnos, también ha facilitado que la diversión sustituya a menudo al rigor, la propaganda al compromiso.
En la sociedad del espectáculo, la frontera entre lo serio y lo intrascendente, entre la información y la ocurrencia se diluye. El periodista es frecuentemente relevado en el protagonismo de las noticias por otros actores. Todo el mundo se atreve a explicar el mundo e incluso lo encuentran divertido, como si la realidad fuera moldeable como la plastilina, como si la sonrisa fuera la línea del cielo. Walter Lippmann, maestro de periodistas, escribió hace medio siglo que la labor de los reporteros se ha llegado a confundir con la de predicadores, evangelistas, profetas o agitadores. El problema es que ahora los profesionales de la pluma deben abrirse paso entre trileros, vendedores de crecepelo y carteristas torpes.
No está en manos del periodismo, al menos por sí solo, cambiar la civilización del espectáculo, sobre todo cuando hemos dejado que se imponga. Pero no podemos asistir impávidos al espectáculo de que un futbolista como Piqué tenga una empresa en la que otro deportista como Griezmann anuncie en un vídeo si va a fichar por el Barça o quedarse en el Atlético de Madrid. Que una noticia se convierta en un negocio personal cuando la desconoce el club que le paga es un despropósito. Cuando además el productor se pone estupendo diciendo que esto es periodismo por otros medios resulta un disparate. El periodismo es hijo de la cultura de la libertad, no de los domadores de circo.