Aprender a desconectar
La omnipresencia de los sistemas de comunicación conlleva varios inconvenientes, como la imposibilidad de aburrirse, tal como explica Carles Casajuana: “Las noticias llegan a todas partes de forma inmediata, simultánea. Esto es sin duda un avance, pero si uno quiere alejarse del fragor de la actualidad y vivir en paz no deja de tener inconvenientes. Ya se sabe: el progreso nos quita con una mano lo que nos da con la otra. En una playa recóndita puede ser tan difícil desconectar como en una gran ciudad”.
En 1939, al concluir la Guerra Civil, Josep Pla, desengañado con los vencedores y expulsado de la dirección en funciones de este diario por la llegada de un director político, Luis de Galinsoga, se fue a vivir a Fornells, una playa del municipio de Palafrugell habitada por tres familias de pescadores, con el mar y los pinos como único horizonte.
En el prólogo de Bodegó amb peixos, habla de aquella experiencia: “Después de tanto vagabundear por el mundo y de tantas e inútiles fatigas, había que detenerse un momento y reposar un poco. La determinación fue buena: fui para quince días y al cabo de un año todavía estaba allí, lejos del hambre, del trabajo y de la inquietud... En aquella época, en Fornells, no había ni iglesia, ni reloj público, ni oficina administrativa, ni encarnación de la autoridad legal. Ni siquiera había cementerio... Muy de vez en cuando, nos llegaba haciendo de cucurucho con el arroz, los fideos o las judías, uno u otro periódico atrasado que nos apresurábamos a leer –o, mejor dicho, a soñar– si su densidad específica no desaparecía antes en los fogones de la cocina o en el fuego del hogar... En Fornells, paraje fabulosamente aburrido, llegué a sentir la dulzura del tedio. Dar al tiempo un ritmo más lento puede ser un ejercicio más dulce que la miel”.
¿Sería posible, hoy, hacer lo mismo? ¿Sería posible irse a un lugar en que se pudiera vivir sin saber nada de Donald Trump, de Kim Jong-un, del contencioso catalán y de las aventuras y desventuras de la roja en el Mundial de fútbol? ¿Es posible dar al tiempo un ritmo más lento, como hizo Pla? Desconectar, hoy, es mucho más complicado. Las noticias llegan a todas partes de forma inmediata, simultánea. Esto es sin duda un avance, pero si uno quiere alejarse del fragor de la actualidad y vivir en paz no deja de tener inconvenientes. Ya se sabe: el progreso nos quita con una mano lo que nos da con la otra. En una playa recóndita puede ser tan difícil desconectar como en una gran ciudad. Si de lo que se trata es de aislarse, no hay –literalmente– ningún lugar seguro.
No hace mucho los periódicos informaban sobre un norteamericano que, el 8 de noviembre del 2016, el día que Donald Trump ganó las elecciones, decidió que no quería saber nada de lo que ocurriera a partir de entonces. Se llama Erik Hagerman y no se sabe si lo hizo como protesta o por higiene mental, pero el caso es que se fue a vivir a una granja del sudeste de Ohio y desconectó radicalmente. A diferencia de Pla, disponía de suficiente dinero para no tener que preocuparse nunca más de ganarse los garbanzos. Ha pasado un año y medio largo y Hagerman –antiguo directivo del departamento de ventas online de Nike, acostumbrado a trabajar doce o catorce horas al día– se considera emocionalmente más sano que nunca. Se ha reencontrado con una sensación que no conocía desde hacía mucho tiempo: el aburrimiento. Y no se queja. Al contrario, lo considera positivo. Fue justamente una mañana que se aburría que perfiló el proyecto que ahora le apasiona: la rehabilitación de una antigua mina de carbón.
El tedio es fértil en ideas, pero aburrirse, hoy, no es fácil. La pantalla del móvil, omnipresente en Ohio, en Fornells y en Unawatuna (una playa de Sri Lanka que es uno de los lugares en que yo pensaría si quisiera hacer un Fornells), basta para llenar cada segundo libre que tengamos. Esto ha cambiado nuestra relación con el aburrimiento. Con un móvil al alcance de la mano, hay que tener una considerable fuerza de voluntad para aburrirse.
Dicen que en Silicon Valley hay escuelas en las que los niños trabajan sin ningún tipo de pantalla, a la antigua usanza, y que muchos ejecutivos de las grandes empresas tecnológicas llevan a sus hijos precisamente a estas escuelas. Como saben de qué va la cosa, los padres prefieren que los niños aprendan a hacer cuentas, a escribir cuatro líneas que tengan sentido y a concentrarse en la lectura sin ordenador y sin móvil. Quieren que tengan que esforzarse, que se acostumbren a dedicar más de cinco minutos al mismo tema sin distraerse. Y quizás, también, que se aburran un poco y descubran que la cura del aburrimiento es la curiosidad. Quizás recuerdan que fue precisamente un día que ellos se aburrían que tuvieron las ideas que les hicieron ricos y desean que sus hijos también aprendan a sacar partido del aburrimiento.
En Francia, el nuevo Gobierno también está intentando que, en los colegios, los niños no puedan utilizar el móvil. No sé si lo conseguirá: una cosa es enseñar a los niños a desconectar en una escuela de élite de Silicon Valley y otra prohibir los móviles en todos los colegios públicos franceses. Como en tantas otras cosas, es una cuestión de clase. Lo que yo no hubiera imaginado nunca es que aprender a desconectar y a sacar provecho del aburrimiento se convertiría en un lujo al alcance únicamente de una minoría privilegiada.
Con un móvil al alcance de la mano, hay que tener una considerable fuerza de voluntad para aburrirse