La Vanguardia

El último de la estirpe

- Xavier Mas de Xaxàs

Yosif Talmaso es uno de los últimos judíos de Samarkanda. Habla bajo y despacio, los ojos casi siempre perdidos en un más allá que sólo él puede ver. Ha escrito su número de teléfono en un ladrillo, situado a la altura de los ojos, junto a la puerta que da acceso a la pequeña sinagoga Gumbaz, en la parte vieja de esta ciudad uzbeka, antigua capital imperial en la ruta de la seda. Acude a la llamada en una bicicleta grande y negra, que podría haber sido china o soviética. La apoya al pie de la gran menora que hay en el patio, un oasis tranquilo con cerezo, parra, pollos y gallinas.

Hablamos un rato este pasado miércoles sobre la historia de los judíos en Asia Central y la conversaci­ón me recordó a una muy similar que tuve hace tres años en Diyarbakir con el padre Joseph, diácono de la iglesia asiria de la Virgen María, uno de los últimos cristianos en la amurallada ciudad de Anatolia.

Apenas quedan 35 cristianos en Diyarbakir, que ocultan su identidad bajo nombres musulmanes y apellidos turcos. Talmaso explica que los 250 judíos de Samarkanda viven en paz, recordando el pasado y añorando a los hijos que han emigrado a Israel, Europa y Nueva York.

Ser los últimos, como son estos dos josés, es mucho menos que ser una minoría oprimida. Es casi imposible que sus pueblos vuelvan a florecer donde lo hicieron hace dos mil años. Si la historia nunca estuvo de su parte, la política no lo está ahora. Sobreviven en entornos autoritari­os, necesitado­s de identidade­s monolítica­s, no en democracia­s cosmopolit­as y seguras de sí mismas.

La charla con Talmaso, bajo el calor lento, seco y pesado del verano uzbeko, se cruzó con la deriva del Aquarius por el Mediterrán­eo, el apretón de manos de Kim Jong Un y Donald Trump en Singapur y la inauguraci­ón del Mundial de fútbol en Moscú, festival deportivo que Vladímir Putin compartió con Mohamed Bin Salman, el príncipe heredero de Arabia Saudí. De alguna manera, en estos tres acontecimi­entos hay salvadores y salvados, un trampantoj­o y una metáfora de este presente derrotista.

Kim, Trump, Putin, MBS y Conte, el nuevo primer ministro italiano que se ha negado a acoger a los inmigrante­s africanos del Aquarius, también creen que son los últimos de su estirpe, líderes escogidos para salvar a sus pueblos de la decadencia. Para lograrlo utilizan la fuerza de las armas, el racismo, el populismo y la autocracia. Los derechos humanos, la cadena de valores que ha unido al Yosif de Samarkanda con el Joseph de Diyarbakir a lo largo de veinte siglos, son un mero recurso dialéctico en sus discursos.

A esta cadena, sin embargo, se hubieran unido, apenas sin esfuerzo, los imanes de Majok Atori, una vieja mezquita de Bujara, otra ciudad clave en la ruta de la seda, que permitía a los judíos rezar en un espacio de la planta baja.

Hubo una época, difícil de evaluar, tal vez mítica, pero por ello no menos cierta en el imaginario colectivo de los pueblos de esta parte de Asia Central, marcada por el comercio de las caravanas que unían China con Europa. El intercambi­o generaba riqueza y tolerancia, un ir y venir de bienes y creencias que hoy parece más difícil y menos convenient­e.

A Donald Trump, por ejemplo, parece que no le interesa. La semana pasada destrozó el G-7 y esta ha abierto una guerra comercial con China y la UE. El mes próximo es muy posible que estropee la cumbre de la OTAN porque más que reunirse con sus aliados europeos prefiere verse con Putin. Sin embargo, como no puede saltarse la cumbre de la Alianza montará una con el presidente ruso. El orden internacio­nal que, liderado por Estados Unidos, surgió de la Segunda Guerra Mundial ha perdido su sentido.

Trump boicoteó la cumbre del G-7 en Quebec llegando tarde y yéndose pronto. Más que negociar con Macron, May y Merkel, prefería el show televisivo de Singapur con Kim Jong Un, dirigente cruel y sanguinari­o que ahora ha aprendido a saludar y sonreír.

Algo parecido puede suceder en julio, cuando los aliados se citen en Bruselas y Trump se vaya a ver a Putin. Viena podría ser el lugar. Trump se lo ha pedido a Sebastian Kurz, el canciller austriaco, populista y de extrema derecha, y éste ha aceptado. Nadie puede descartar que Trump y Putin se vean antes de la cita aliada que tendrá lugar en Bruselas. Si acaba siendo así, la afrenta a los aliados será aún mayor.

En Italia, Conte también está al frente de un gobierno extremista y xenófobo que aboga por acercarse a Rusia, es decir, por aceptar la anexión de Crimea y la influencia rusa en el Donbass, al tiempo que cierra las puertas a los africanos del Aquarius.

La última vez que las fronteras de Europa se movieron por la fuerza, cuando la raza era más importante que el individuo y la desconfian­za entre los estados llevó a tolerar el nazismo y su expansión militar, seis millones de judíos fueron exterminad­os. A Bujara y Samarkanda llegaron miles que huían, principalm­ente, de Polonia.

La deriva del Aquarius podríamos compararla con la de Exodus, el barco que, al final de la Segunda Guerra Mundial, intentó llevar a Palestina a los judíos que habían sobrevivid­o al holocausto. Gran Bretaña lo impidió y aquellos refugiados, después de un largo periplo, acabaron internados en campos alemanes. Los migrantes subsaharia­nos a bordo hoy del Aquarius podrían decir que Europa no ha cambiado mucho en los últimos 70 años. También ellos tienen motivos para creerse los últimos de su estirpe. Si hubieran podido hablar con Yosif Talmaso hubieran comprendid­o que el destino no está en sus manos. “Sólo Dios sabe si desaparece­remos de Samarkanda” sentenció el judío de los ojos en el más allá.

En la vieja Samarkanda sobrevive un judío que es un ejemplo de los estragos de la historia y la política

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XAVIER MAS DE XAXÀS Yosif Talmaso, en la puerta que da acceso a la sinagoga Gumbaz, en la parte vieja de Samarkanda
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