La necesidad de saber llevar la correa
Barcelona es una ciudad de muchas cosas, también lo es canina. De hecho, aunque el Ayuntamiento hable de 150.000 perros no se descarta que puedan ser incluso más: faltan todavía muchos por censar, demasiados sin chip. El perro urbano no es un fenómeno, es una realidad, una vieja realidad, aunque la regulación de la convivencia entre animales de dos y de cuatro patas es relativamente nueva. El papel del perro en la ciudad se comenzó a debatir y a legislar en muchos ayuntamientos metropolitanos entre el 2003 y el 2005, en plena polémica por los mal llamados perros peligrosos, y después de campañas vecinales –en algunos barrios auténticas luchas–, para dejar que sus calles fueran campos de mina de excrementos caninos. Entonces se establecieron deberes y sanciones que se incrementaron durante la ola de ordenanzas de civismo metropolitanas que se sucedieron entre el 2007 y el 2009. Si bien, poco después se abrió la mano y también comenzaron a aparecer los parques para perros, espacios de esparcimiento más cómodos que pipi canes insalubres de tierra amarilla, mientras que algunos ayuntamientos como El Prat hacían hasta cursos a sus ciudadanos sobre cómo conseguir que sus mascotas orinaran sin estropear el mobiliario urbano. No hay que engañarse: Barcelona no lideró el debate, se dejó llevar, aunque en el 2014 aprobó la ordenanza que obligaba a llevar atados a los perros (en moratoria hasta ahora) en la que lo más rompedor fue que también les abría las puertas del metro. Eso sí, siguiendo los pasos de ciudades como Ámsterdam y Berlín... O de los Ferrocarrils de la Generalitat.
No hubo (no ha habido) mucho más. El perro equilibrado requiere de pautas, empatía y de un liderazgo claro. La ciudad y el ecosistema urbano, también.