De padres y puertas
El padre de la serie Matar al padre (Movistar) empieza siendo grotesco, pero a medida que los capítulos desfilan, evoluciona en paralelo a la opinión del espectador. Un espectador que, para ir bien, debe estar dispuesto a dejarse llevar por una historia que parece comedia cuando es dramática y drama cuando es comedia. Al final, la grandiosa y temeraria interpretación de Gonzalo de Castro acumula tantos matices que entiendes que se le presente como un vampiro de emociones, totalitario en el afecto pero no desde el cliché de la severidad sino desde un intervencionismo castrador tristemente bienintencionado. Y donde las relaciones entre padres-madres e hijos adquiere una dimensión devastadora es en Patrick Melrose, que me sigue pareciendo la joya de la temporada. El factor principal es el protagonista (Benedict Cumberbach), que, como ya he escrito en esta misma página, hace lo que sólo se puede hacer (y muy excepcionalmente) en un teatro. Y la historia, que huye de todos los mecanismos de la intriga, contiene un diálogo tan insoportable que nunca lo olvidaré. Un hijo traumatizado por los abusos de su padre habla con su madre. El hijo ya es adulto y ha tenido que superar todo tipo de desequilibrios para sobrevivir a los pozos autodestructivos más profundos. Y al final, cuando encuentra las palabras justas para confesarle la verdad (“Papá me violó muchas veces”), su madre (espléndida Jennifer Jason Leigh) responde: “A mí también”.
PUERTAS. En los últimos años la actualidad ha obligado a los programas informativos a adaptarse a la obsesión por la inmediatez. Una de las consecuencias de este esfuerzo, que arrancó en el siglo pasado, es lo que podríamos denominar periodismo de puerta. El método es simple: situar a un reportero en la puerta de un establecimiento comercial, un domicilio particular o una sede oficial y conectar con él/ella para que nos informe de que en realidad no hay nada que explicar. Si en los noventa la puerta más popular fue la de la Audiencia Nacional, que permitió retransmitir llegadas y salidas de presuntos terroristas, corruptos o narcotraficantes, el catálogo se ha ampliado. En los programas que destripan la intimidad o que hurgan en heridas sórdidas, el periodismo de puerta evolucionó hacia un periodismo, más invasivo, de interfono. En política, en cambio, es un recurso que hemos vuelto a vivir con las conexiones delante de la Conselleria de Economía o la Audiencia de Palma (¿reporterismo de registro?), obligados a transmitir la ausencia de información con conexiones que redundan en la nada pero que alimentan la adrenalina de la inminencia. Recientemente también hemos vivido una variante con el plano fijo de la puerta del restaurante donde el presidente Rajoy se refugió, ocupando toda o parte de la pantalla con una insistencia hipnótica y, a ratos, incluso narcótica. El mérito de los reporteros condenados a transitar de puerta en puerta es brutal: tienen que convertir la ausencia de materia prima tangible en simulacro fantasmagórico de entretenimiento. Cada vez que vemos una puerta enfocada en televisión, pues, es más lógico pensar que no pasa nada que que pasa algo.
Benedict Cumberbach hace en televisión lo que sólo se puede hacer, de modo excepcional, en un teatro