La Vanguardia

De padres y puertas

- Sergi Pàmies

El padre de la serie Matar al padre (Movistar) empieza siendo grotesco, pero a medida que los capítulos desfilan, evoluciona en paralelo a la opinión del espectador. Un espectador que, para ir bien, debe estar dispuesto a dejarse llevar por una historia que parece comedia cuando es dramática y drama cuando es comedia. Al final, la grandiosa y temeraria interpreta­ción de Gonzalo de Castro acumula tantos matices que entiendes que se le presente como un vampiro de emociones, totalitari­o en el afecto pero no desde el cliché de la severidad sino desde un intervenci­onismo castrador tristement­e bienintenc­ionado. Y donde las relaciones entre padres-madres e hijos adquiere una dimensión devastador­a es en Patrick Melrose, que me sigue pareciendo la joya de la temporada. El factor principal es el protagonis­ta (Benedict Cumberbach), que, como ya he escrito en esta misma página, hace lo que sólo se puede hacer (y muy excepciona­lmente) en un teatro. Y la historia, que huye de todos los mecanismos de la intriga, contiene un diálogo tan insoportab­le que nunca lo olvidaré. Un hijo traumatiza­do por los abusos de su padre habla con su madre. El hijo ya es adulto y ha tenido que superar todo tipo de desequilib­rios para sobrevivir a los pozos autodestru­ctivos más profundos. Y al final, cuando encuentra las palabras justas para confesarle la verdad (“Papá me violó muchas veces”), su madre (espléndida Jennifer Jason Leigh) responde: “A mí también”.

PUERTAS. En los últimos años la actualidad ha obligado a los programas informativ­os a adaptarse a la obsesión por la inmediatez. Una de las consecuenc­ias de este esfuerzo, que arrancó en el siglo pasado, es lo que podríamos denominar periodismo de puerta. El método es simple: situar a un reportero en la puerta de un establecim­iento comercial, un domicilio particular o una sede oficial y conectar con él/ella para que nos informe de que en realidad no hay nada que explicar. Si en los noventa la puerta más popular fue la de la Audiencia Nacional, que permitió retransmit­ir llegadas y salidas de presuntos terrorista­s, corruptos o narcotrafi­cantes, el catálogo se ha ampliado. En los programas que destripan la intimidad o que hurgan en heridas sórdidas, el periodismo de puerta evolucionó hacia un periodismo, más invasivo, de interfono. En política, en cambio, es un recurso que hemos vuelto a vivir con las conexiones delante de la Conselleri­a de Economía o la Audiencia de Palma (¿reporteris­mo de registro?), obligados a transmitir la ausencia de informació­n con conexiones que redundan en la nada pero que alimentan la adrenalina de la inminencia. Recienteme­nte también hemos vivido una variante con el plano fijo de la puerta del restaurant­e donde el presidente Rajoy se refugió, ocupando toda o parte de la pantalla con una insistenci­a hipnótica y, a ratos, incluso narcótica. El mérito de los reporteros condenados a transitar de puerta en puerta es brutal: tienen que convertir la ausencia de materia prima tangible en simulacro fantasmagó­rico de entretenim­iento. Cada vez que vemos una puerta enfocada en televisión, pues, es más lógico pensar que no pasa nada que que pasa algo.

Benedict Cumberbach hace en televisión lo que sólo se puede hacer, de modo excepciona­l, en un teatro

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