La Vanguardia

La metáfora del ascensor

- Ramon Aymerich

La primera vez que fue a la cena de antiguos alumnos del instituto pasó apuros. Él nunca ha llevado bien los actos sociales. Pero todavía menos escenas de terror como la que vivió cuando se le acercó un tipo alto y pesado que le comprimió entre los brazos y le gritó: “¿No me digas que no te acuerdas de mi? ¡Miquel, soy Miquel!”. Y él, sólo para escapar, se vio obligado a mentir y a decir que sí, que claro, que cómo no se iba a acordar. Todo para, media hora después, en el segundo plato, descubrir que el hombre que casi le había cortado la respiració­n era en realidad Miquel. Miquel el guapo. El de la melena larga, el casi hippy de la clase, convertido ahora en otro por los kilos, la calvicie y la cercanía de los 60.

Hubo más cenas con el mismo grupo. Ya sin sorpresas. En esos encuentros descubrió que la vida no les había ido mal. Gente de periferias diversas, de clase media-baja, que se habían situado. Algún que otro pinchazo. Pero en general, un ascenso significat­ivo y trabajado en la escala social. E incluso un par de saltos hacia arriba. Un cardiólogo de prestigio y una psiquiatra mediática. Todo muy coherente con el estudio sobre movilidad social que difundió ayer la OCDE, según el cual, las generacion­es nacidas entre 1955 y 1975 son las que más lejos han llegado (en sentido ascendente). Después, esa movilidad se ha reducido. Y a partir de la década de los 90 se ha deteriorad­o.

Sin movilidad social, los de abajo pierden la esperanza, los del medio se angustian y los de arriba duermen mal

El estudio de la OCDE dice cosas serias. Dice que los hijos de los hogares con bajos ingresos requieren hasta cuatro generacion­es para dar el salto a la clase media. Necesitan algo más de tiempo que en los países nórdicos (donde basta con tres generacion­es). Pero el plazo es más largo en países como Francia, Alemania o Estados Unidos. Tampoco es cuestión de generacion­es. Los que están abajo tienen muy pocas posibilida­des de dejar de estarlo en los siguientes cuatro años (según el estudio). Y los que están arriba tienen muchas posibilida­des de seguir ahí.

La movilidad social es importante. Se alimenta de buena educación y de buen empleo. Crea sociedades más cohesionad­as. Es el pegamento mágico que permite a dos padres de procedenci­a social distinta hablarse entre ellos durante una competició­n deportiva mientras sus hijos juegan abajo en la pista. “Usted y yo tenemos poca cosa en común –se dicen con la mirada– pero su hijo y el mío tienen muchas posibilida­des de parecerse algo más cuando tengan nuestra edad”.

Cuando la movilidad social se estanca (la metáfora del ascensor es muy querida en Catalunya, donde ha funcionado con relativa eficacia en las últimas décadas), el ambiente se vuelve tóxico. Hace que los pobres pierdan la esperanza. Provoca angustia entre las clases medias, porque temen que si se mueven hacia alguna parte, sea hacia abajo. Y no deja dormir a los de arriba, que empiezan a pensar y descubren que una cosa es tener dinero y otra ser rico. “Antes de la crisis la gente con dinero llegaba a todas partes. Ahora ya saben que no...”. Pero eso me lo contaron en otra cena.

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