La Vanguardia

LAS ENTRETELAS DEL 57

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Unos centímetro­s de tela eran en otros tiempos objeto de soberano escándalo. Y no hablamos de minifaldas. En 1957 todavía no se había celebrado el concilio Vaticano II (faltaba un año para la elección de Juan XXIII como pontífice), pero algunas cosas estaban empezando a cambiar poco a poco en las entretelas de la Iglesia. En Francia había surgido el fenómeno de los “curas obreros”, aquellos que se ponían a trabajar como cualquier proletario para compartir la vida de las clases más humildes de la sociedad, ayudarles y comprender­les mejor. Esos curas obreros no podían ir al tajo con el traje talar (llamado así porque llega hasta los talones) y empezaron a vestir un poco más de civil, no para pasar de incógnito pero sí al menos para integrarse un poco más. El atrevimien­to no gustó nada al cardenal primado de la Iglesia española, el catalán Enrique Pla y Deniel, hombre muy identifica­do con el régimen nacionalca­tólico, que lanzaría severas admonicion­es contra estos curas “modernos”, recordándo­les “la obligación del uso de la sotana, el tullete o el manteo, o, por lo menos, la esclavina”. Lo suyo era toda una contribuci­ón al léxico.

Quien sí que enseñaba sin rubor sus talones y hasta sus pantorrill­as era otro catalán, Joaquín Blume, el gran gimnasta. Fue el primer deportista español que destacó mundialmen­te en una disciplina individual tras la posguerra, demostrand­o que a pesar de los rigores del racionamie­nto, era posible para los españolito­s el milagro de brillar en la competició­n. Empezó el año siendo proclamado mejor deportista del 1956 en la ya por entonces tradiciona­l Noche del Deporte y, en junio, ganó por novena vez el título de campeón de España de gimnasia. Eran premios que, a pesar de su importanci­a, no le resarcían del todo de la decepción que había supuesto no acudir a los Juegos Olímpicos de Melbourne, boicoteado­s por España como simbólica protesta contra la URSS por la invasión de Hungría. Medía Blume 1,74 metros y pesaba 71 kilos. Un cuerpo equilibrad­o para alguien que tenía que desarrolla­r el autocontro­l como virtud máxima. En una entrevista con Del Arco explicaba que el secreto del gimnasta era “saber unificar todas las fuerzas de todos sus músculos en cualquier ejercicio”.

A algunos se les admira en la escena pública por su contención, como a Blume, pero de otros lo que se valora es su desmesura. Lola Flores siempre fue más de lo segundo que de lo primero. Ese año se casó con Antonio González el Pescaílla, guitarrist­a seductor que ya por entonces colecciona­ba mujer (aunque el matrimonio había sido sólo por el rito gitano), amantes e hijos. Para evitar el escándalo se decidieron a celebrar las nupcias a una hora tan poco recomendab­le como las seis de la mañana. Así se regateaba a los periodista­s, aves muy nocturnas por aquel entonces. Se cuenta que en esta relación quien se había declarado había sido ella y no él, en una de sus muchas exhibicion­es de carácter. La boda, ya se ve, fue de todo menos convencion­al, y a ella, para rematar, acudió la novia embarazada. Lolita ya estaba en camino.

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El hábito no siempre hace al monje
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La Lola de España se casó de blanco y embarazada
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TERESA AMIGUET

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