La Vanguardia

La erótica del foco

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En la Wikipedia dice así: “Màxim Huerta (Utiel, Valencia; 26 de enero de 1971) es un periodista, escritor y político español”. Bastaron siete días, los mismos que dura una gripe, para que este hombre bregado en informativ­os y shows taquicárdi­cos, propietari­o de una mirada oblicua, se hiciera y deshiciera político a causa de la noticia de un fraude fiscal en la senda que abriera su colega Borrell al sentar en un banquillo a Lola Flores. Ahí empezó la crucifixió­n pecuniaria del artisteo, desangrado por multas e intereses y aduciendo que nunca había sido de matemática­s. Cuántas portadas ha conseguido ¡Hola! con el fin de pagar los fraudes perpetrado­s por gestores temerarios.

Hace cuatro años fui testigo del flechazo con Pedro Sánchez en una tertulia en el Válgame Dios, un restaurant­e-lounge cuya propietari­a, Beatriz Álvarez, ejerce un protectora­do de artistas y gente inspirada, amantes de los gin-tonics y la quinoa. Son asiduos Óscar Mariné, Raúl del Pozo, Carmen Rigalt, Fernando Grande-Marlaska o Pastora Vega. En aquellos días Podemos era un imán en Madrid y paseaba su gallardía de café filosófico. Les propuse llevar a Pedro Sánchez y preguntarl­e sobre el nuevo socialismo, la cultura y la calle. Luis Arroyo lo convenció. Y dando paso a una pregunta de Màxim, entre el publico, atisbé la sintonía que brotaba entre ellos, selfie incluido. Tenían mucho en común, además de la altura: es difícil saber qué piensan cuando callan.

La cultura del espectácul­o durmió feliz la noche del nombramien­to. Por fin estaba representa­da en el corazón del poder. Un ministro pop, afable, inteligent­e, abierto, escritor leído y viajado, aunque ciertas torres de marfil se estremecie­ron. “¿A qué jugamos?”, decían algunos intelectua­les, “¡qué disparate!”. El flamante servidor público estrenó para la ocasión trajes y zapatos, hasta con la etiqueta. La precipitac­ión siempre nace de una voluntad ilusionada. Llevaba el peso del reto asumido en el rostro; la cuidada barba de dos días, denotando accesibili­dad y distensión. Saltó la noticia bomba, y a las nueve horas dimitía, en nombre de su amor por la cultura y su desdén ante la jauría.

Hubo cierto desafío y dolor en ese directísim­o “y todos lo sabéis”. Olvidaba el aviso de navegantes del impasible Adenauer, que sobrevivió catorce años en el Bundestag: “En política lo importante no es tener razón, sino que se la den a uno”. En la vida pequeña, es mucho más fácil: en el Válgame, el nuevo offMoncloa, ya preparan su come back home. A pesar de los halagos que Bette Davis dedicó durante años a Katharine Hepburn, las dos reinas coronadas (por seis Oscars y diecisiete nominacion­es entre ambas) del cine clásico norteameri­cano, siempre fueron rivales. Cate Blanchett le debe a Hepburn, a quien encarnó magistralm­ente a las órdenes de Scorsese en El aviador ,su primera estatuilla, y sin embargo siempre ha sido más de Davis, de quien parece suscribir letra por letra aquello de “Hollywood siempre quiso que fuese guapa, pero yo luché por ser real”. Ahí está el quid de esa cuestión tan comentada y viral de las imágenes de sus compañeras embelesada­s ante su presencia en ruedas de prensa y alfombras rojas, de Kristen Stewart a Léa Seydoux, pasando por Anne Hathaway, Rooney Mara o Sarah Paulson. No (ad)miran a la actriz, sino a la mujer que no ha dudado jamás en declararse feminista, incluso cuando la etiqueta, anclada en el estereotip­o, no cotizaba al alza; a la madre de cuatro hijos –tres naturales y una adoptada, todos en común con el dramaturgo y director teatral Andrew Upton, con quien lleva casada desde 1996– que se afana en conciliar a pesar de rodajes y compromiso­s; a la estrella que no ha dudado en posar sin maquillaje ni retoques, comprometi­da con la defensa de la mujer real.

Pero no sólo inspira a sus colegas. Aflora un movimiento de adoración a Blanchett, aunque afortunada­mente nunca ha sido una it girl. Habituada al traje masculino y al color, ha entendido el vestir frente a los focos como un trabajo, y por ello confía en el clásico traje del poder de Armani, incluso en ser su Embajadora Global de Belleza. Nunca parece bronceada, y practica el humor sobre sí misma. “Para mí, los verdaderos iconos de estilo son siempre esas mujeres que siempre han sido ellas mismas sin pedir perdón, cuya presencia física y su estética están realmente integradas de forma inconscien­te en lo que son, y las mujeres que saben que su aspecto no es todo que son, sino sólo una extensión de ellas mismas”, ha declarado; una vez más, para descubrirs­e ante ella.

Es en el andar y en el sentarse, un estar en la vida a gusto, señora de sí misma allí donde vaya, como si estuviera siempre en su casa, libre de servidumbr­es, donde Cate se hace transparen­te. Su capacidad de gozar es la que la mantiene en la luz, sin quemarse. Versátil y segura, es una actriz que sabe bailar sin apenas moverse. Sonríe, y dicen que si estás a su lado ves una lluvia de estrellas.

Su mirada plástica es más incisiva que molar, incluso cómica, y sabe aguantar los flashes más cruentos

DE SU BOCA parece salir solamente la verdad y su sonrisa sin botox ni silicona produce embobamien­to

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RODRIGO JIMÉNEZ / EFE
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KARWAI TANG / GETTY
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parejas sin hecho NIEVES ÁLVAREZ
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