Kabila no abandona
Josep F. Mària toma el ejemplo del Joseph Kabila, actual dirigente de la República Democrática del Congo, para reflexionar sobre los condicionantes legales y materiales que llevan a tantos y tantos dirigentes africanos a resistirse a la hora de abandonar sus cargos públicos: “El partido del presidente intentó reformar la Carta Magna para perpetuar a Kabila, pero no salió adelante. Y ahora una parte importante de la población está intentando forzar la convocatoria electoral”.
Pasé en Roma la semana del cambio de gobierno. Grandes novedades aquí y allí. Mientras el giro de la tortilla española era sorprendente y precario, en Italia, se cocinó un pacto de gobierno que, si bien asocia a partidos antagónicos, era previsible, porque responde a la irritación de las clases medias italianas: “Vaffanculo!” fue el primer eslogan de los grillini. “¡A tomar por saco!”.
La política española (la catalana incluida) responde a una tradición dualista y de trinchera: buenos o malos, franquistas o antifranquistas, españoles o catalanes, nosotros o ellos. A pesar del dualismo que enfrenta la izquierda excomunista, estatalizante, con el liberalismo del fai da te que encarnaba Berlusconi, en Italia todo es más impreciso. El campo de batalla es muy indefinido. Para empezar, Roma tiene el contrapeso indiscutido de Milán, sin olvidar la red de ciudades singularísimas que dispersan el poder y diversifican los intereses: de Nápoles a Turín, pasando por Génova, Palermo, Bolonia e così via. La diversidad matiza lo que son, piensan, hacen o dejan de hacer los italianos. La fractura económica norte-sur parece enorme (“Roma ladrona”, comenzaron diciendo los de la Lega), pero el conflicto se expresa con una naturalidad muy alejada del tremendismo español.
La Iglesia sintetiza la ambigüedad italiana: da alas al conservadurismo pero también al radicalismo innovador. Ahora se ve con los migrantes: Matteo Salvini juró su cargo sobre los evangelios, pero el crítico más severo a la indiferencia ante las tragedias del Mediterráneo es el pontífice: “Vergogna!”, exclamó Bergoglio en Lampedusa.
La ambigüedad italiana ha cristalizado en un gobierno que lleva acentos a la vez derechistas y antisistema. Con un presidente del consiglio átono y un líder de 5 Estrellas inconsistente, el liderazgo está en manos de Matteo Salvini. Un tipo con personalidad. Contundente, frío, rápido. Se inició en un grupo milanés de estilo CUP, desembocó en la Lega cuestionando la unidad italiana, y se está convirtiendo en el líder de la derecha nacionalista... ¡de Italia entera! Se le compara con Le Pen o con Trump, pero posee un bagaje ideológico y una inteligencia estratégica muy superior a la de estos dos iconos de la nueva derecha mundial. Le he visto ganar debates televisivos contra intelectuales del nivel de Umberto Galimberti. No es el derechista sin corazón que se ha descrito en España, como si aquí no hubiéramos convivido durante años, por acción u omisión, con las cuchillas de Ceuta y Melilla.
Su decisión de negarse a aceptar a los 629 migrantes del Aquarius repugna. Es verdad lo que dice Juliana: las televisiones de Berlusconi han estado colocando durante años el tema de la inmigración en el centro de la vida italiana. Pero no puede olvidarse que Italia se ha quedado sola ante las costas de Libia. Cuando era gobernada por Sarkozy, la Francia moralista de Macron desguazó aquel país con su ataque contra Gadafi, aplaudido por la opinión europea bienpensante, que ha desembocado en un caos, cuyas principales víctimas son los migrantes procedentes de toda África (muchos de ellos martirizados o esclavizados por tribus y mafias libias).
La globalización humana que defienden la derecha liberal, los cristianos progresistas y la izquierda convencional perjudica a la parte más débil de las poblaciones autóctonas europeas: baja el precio de su trabajo, sube el coste la vivienda, les obliga a compartir la exigua ayuda social. Hay dos maneras de enfocar no ya la tragedia de los migrantes, sino la explosión demográfica africana. Una es retórica: este sería el peligro del generoso gesto valenciano. La otra obliga a hacer política de estado: es preciso compensar a la parte de la población más débil por su esfuerzo de acogida. Hasta el momento, la fraternidad moralista solo recaído en las espaldas de los más débiles. De eso se dio cuenta hace 40 años el padre Le Pen en Marsella y muchos obreros pasaron del comunismo a la extrema derecha. El proteccionismo de Salvini es egoísta (también táctico: obliga a la UE a mover ficha). Pero hay que afinar la crítica: el bien y la teatralización del bien son cosas muy diferentes.
Dicho esto, en la Roma turística parece que sólo trabajen inmigrantes. Se les ve en todas las pizzerías, hoteles y trattorias, o vendiendo rosas y juguetes por la calle. Un filipino y un rumano de mi hotel estaban despiertos noche y día. Cargaban las maletas, servían desayunos, limpiaban habitaciones. Una tarde, paseando por Via dell’Archetto, observé que le caía la mochila al joven africano que tenía delante. En un gesto instintivo, le recoloqué el tirante y, como si le hubiera aplicado una descarga eléctrica, aquel joven, abandonando la mochila, echó a correr. Le pedí a gritos que regresara a recoger su bolsa. Lo hizo con gesto muy desconfiado. Saqué 10 euros y se los di. Mientras se perdía por las calles de Roma, más sucias cada año, pero tan bellas como siempre, me vi reflejado en el cristal de un bar: he ahí un turista envejecido y bienpensante. ¡Qué fácil y barata es la fraternidad retórica de Occidente!
Hasta el momento, la fraternidad moralista sólo ha recaído en las espaldas de los más débiles