EE.UU. busca su terrorismo interior
Estados Unidos también está alerta ante la amenaza terrorista yihadista interna. El director del la Oficina Federal de Investigación (FBI), Christopher Wray, lo reveló ante el comité de asignaciones del Senado de Estados Unidos al que explicó que su policía tiene en marcha mil investigaciones sobre otros tantos sospechosos de preparar atentados en nombre del Estado Islámico (EI).
Wray expuso a los senadores que las investigaciones se estaban desarrollando a lo largo de los 50 estados de la Unión y que afectaban a “individuos radicalizados a través de internet u otras redes sociales”, matizando que estos individuos debían encuadrarse entre los denominados “lobos solitarios” o, mejor, “terroristas aislados”.
Wray no ocultó al comité la complejidad de estas investigaciones, argumentando cuestiones comunes a todas las policías contraterroristas del mundo: la gran dificultad para detectar a unos yihadistas que se caracterizan por su hermetismo, su disimulo y la simplicidad de unos atentados que durante su preparación apenas generan rastros detectables.
Wray, que ya formó parte de la administración del presidente George Bush, enfatizó ante los senadores el reto de localizar a unos terroristas que apenas tienen contactos directos con otros y que, cuando deciden atentar en nombre del Estado Islámico, escogen “objetivos blandos”; es decir, a cualquier víctima a su alcance, desdeñando instituciones o personalidades especialmente protegidas, además de usar como arma coches, cuchillos de cocina o explosivos improvisados.
El FBI se enfrenta exactamente al mismo reto que cualquiera de las policías de Europa. O sea, a la detección temprana de los partícipes en un modelo de terrorismo transversal y barato que muy difícilmente ofrece indicios susceptibles de ser captados antes de los atentados. Un terrorismo que se autoalimenta merced a una cuidadísima doctrina de base intensamente religiosa, que flota indestructible en las redes sociales y que absorbe a unas personas que componen autónomamente células cuya desarticulación, a diferencia de los grupos terroristas del pasado, no supone la caída del eslabón de una gran cadena.
Desde el descomunal atentado del 11 de septiembre del 2001 (11-S), el contraterrorismo de Estados Unidos ha evolucionado para tratar de mejorar la seguridad interna e impedir otro atentado como el que derribó las Torres Gemelas de Nueva York.
En el camino hacia ese blindaje antiterrorista, juega un papel central el FBI que, tal como explicábamos en la edición del 31 de mayo, es el enlace de Europol en la más que discreta Operation Gallant Phoenix, un operativo destinado a identificar terroristas mediante rastros genéticos.
En todo caso, el FBI opera bajo la premisa de proteger la integridad de Estados Unidos y mantiene una estrecha colaboración con otras agencias norteamericanas –como las Fuerzas de Tarea Conjunta contra el Terrorismo (JTTF) y el Centro de Detección de Terroristas (TSC)– y también, como hemos señalado, con otras similares en el extranjero, pero siempre con el fin de desmantelar redes extremistas que consideren que son una amenaza para su país.
En paralelo y también desde el 11-S, la política norteamericana antiterrorista exterior ha inclinado sustancialmente su balanza hacia las labores de inteligencia para localizar o matar terroristas en zonas de guerra. Una política de “caza al terrorista” rediseñada en tiempos del presidente Barack Obama que ya supuso la muerte de Osama Bin Laden y la de otros líderes yihadistas, muchos de ellos alcanzados en operaciones individualizadas con drones.
Un plan que, sin embargo, no ha evitado que se repitieran acciones bélicas de sombríos resultados para el contraterrorismo, como la que culminó con el linchamiento del coronel Muamar el Gadafi en octubre del 2011 y Libia infestada de fanáticos integristas simpatizantes del Estado
Las autoridades temen que haya miembros del EI bajo identidad falsa, pero con pasaporte legal, que fabricaron en Siria
Islámico o de Al Qaeda.
La hipotética circulación por territorio de Estados Unidos de terroristas retornados del EI creció en intensidad desde que en septiembre del 2015 se supuso que los fanáticos podrían tener una magnífica documentación de camuflaje tras el hallazgo de 3.800 pasaportes sirios auténticos y en blanco procedentes de unas oficinas policiales de las provincias sirias de Raqa y Deir Ezzor –entonces bajo control del Estado Islámico– y se descubrió, también entonces, un tráfico clandestino de pasaportes y tarjetas de identidad griegas igualmente robadas.
El temor al uso yihadista de auténticos documentos con falsas identidades se incrementó cuando se determinó que cinco sirios con documentos griegos habían pasado por Líbano, Turquía, Brasil, Argentina, Perú y Costa Rica hasta llegar a Tegucigalpa para posteriormente dirigirse hacia Guatemala y México rumbo a Estados Unidos. Un recorrido que ya apuntó hacia un intento de desarrollo del modelo terrorista de Abu Bakr al Bagdadi en tierras americanas.