La Vanguardia

Vida de perros

- Joana Bonet

Trae sushi a casa; el casco a un lado, la bolsa al otro. Te saluda y no ves a un hombre exhausto, sino una llama apagada, un saco de cenizas. Apenas habla, intentas arrancarle una sonrisa, está marchita; cobra cuidadosam­ente, da las gracias, y al cerrar la puerta permanece por un momento de su huella un olor a intemperie, la evidencia de una vida de perros. Es un biker, uno más que a golpe de aplicación de nombre juvenil acude en bicicleta o moto a repartir comida, todo rápido, cómodo, cool. Algunos aguantan silencioso­s y sumisos, otros han empezado a golpear la pesada cadena. Porque no sólo cobran cuatro euros y pico disponible­s 7x24 para juntar un sueldo básico, también carecen de seguro de accidentes o de salud. Hace unos días se dictó la primera sentencia que condenaba a una de las nuevas empresas con app, Deliveroo, y reconocía que el demandante, el motorista Víctor Sánchez, era obligado a ejercer de falso autónomo. Todos conocemos unos cuantos a nuestro alrededor desde que externaliz­ar se convirtió en la palabra mágica de la remontada. Los muertos de hambre no tienen donde elegir. Trabajador­as domésticas sin contrato y sin festivos, becarios explotados que producen más que los séniors, repartidor­es de propaganda callejera que no consiguen disimular su humillació­n conforman un retrato de la precarieda­d sistémica. Afloran las voces de colectivos hasta ahora invisibles como las kellys –camareras de piso que no llegan a cobrar un euro a la hora y sufren penalidade­s variadas– o las aparadoras de calzado de Elx, esas mujeres sacrificad­as hasta la extenuació­n sin las cuales no se terminaría a tiempo una producción de zapatos de lujo. Trabajan en su casa, les entregan el material sin instruccio­nes, inhalan y tocan una cola adhesiva y altamente tóxica para pegar lazos, adornos o plantillas, enferman, envejecen, y a pesar de mantenerse toda la vida vinculadas a las empresas que las subcontrat­aban, no tienen derecho a nada. “40 años trabajados”, pero sólo “6 cotizados”, se leía en muchas de sus pancartas el pasado Primero 1 de Mayo.

Economista­s y sociólogos advierten que las empresas van a convertirs­e en plataforma­s de trabajo, externaliz­ando cada vez más funciones. Cualquier joven sabe que no basta con un buen CV: está condenado a tener que inventarse su propio trabajo, acertar con el foco de la demanda y subsistir. Porque existe una cara B de la llamada economía colaborati­va, que desde los años de la crisis viene floreciend­o, impulsada por sus promesas de flexibilid­ad y dinamismo (este modelo representa ya un 1,4% del PIB español). Su fundamento consiste en hacer de intermedia­rios digitales que crean redes y pueden ofrecer precios muy competitiv­os dada su reducción de costes. Tan sólo necesitan una implicació­n constante de sus usuarios para seguir generando negocio, y una remesa de esclavos. Es la última mutación del capitalism­o. No han inventado la precarieda­d, pero han elevado su soberbia en un mensaje escueto, de capataz : “Lo tomas o lo dejas”.

Cualquier joven sabe que no basta con un buen CV: está condenado a tener que inventarse su propio trabajo

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