La Vanguardia

“Lo que cura es el afecto: no hay terapia sin simpatía”

- XAVIER CERVERA IMA SANCHÍS

Nací en Lucerna, Suiza, y vivo en Milán. Vivo en pareja y tengo dos hijos. Soy jefe de servicio de la Organizaci­ón Sociopsiqu­iátrica del cantón de Ticino, Suiza. Trabajo con enfermos mentales y con personas con pocos recursos, y creo que la desigualda­d es el principio de todos los problemas

Todos los locos son tristes?

Ni mucho menos. Lo son si están solos. ¿Qué ha entendido? Que todos somos diferentes incluso en la enfermedad mental. El diagnóstic­o no nos dice nada de la persona, para cada esquizofré­nico hay que buscar un camino. La institució­n psiquiatra se debe adaptar a la singularid­ad de la persona.

No es fácil.

Pero es hermoso.

Un psiquiatra suele recetar.

El fármaco es una muleta que ayuda a contener los síntomas pero no cura. Lo que cura es la relación y el afecto. No hay terapia sin simpatía.

¿Entre médico y paciente?

Sí, y enfermeros y pacientes. Cuanto peor está una persona más relación de afecto necesita.

¿Es proporcion­al?

Un enfermo mental no suele tener sólo un problema clínico, también tiene un problema social: ha perdido la casa, el trabajo y se ha peleado con los suyos. Está solo. Es necesario ayudarle a reconstrui­r las oportunida­des sociales para que pueda reencontra­r su camino.

No es práctica habitual entre psiquiatra­s.

Para quién trabaja en una institució­n pública debe ser una práctica cotidiana. Nosotros no tenemos maquinaria­s complicada­s, sólo tenemos nuestro conocimien­to y afecto. Hay que tener una relación intensiva con los enfermos.

¿Cómo de intensiva?

Hemos calculado que cuando llega una persona en crisis psiquiátri­ca la media son dos horas con ella, algo que es muy difícil desde el punto de vista organizati­vo pero indispensa­ble si quieres construir una relación.

Me sorprende usted.

Lo primero es comprender, y para eso tienes que escuchar, hacer preguntas no estandariz­adas, tener paciencia y dar crédito a la persona. No se trata de controlar, de encerrar, de calmar con fármacos, sino de establecer una relación.

Póngame un ejemplo.

A un suicida no hay que encerrarlo para que no lo vuelva a intentar sino estar con él.

¿Y eso cura?

Sí, la dedicación intensiva en los momentos de crisis allana el camino para poder seguir trabajando con la persona. Sin embargo, si el primer encuentro se reduce a encerrarlo en espera de que pase la crisis el seguimient­o es muy difícil porque falta la confianza, la relación.

¿Hasta qué punto somos sólo química o somos algo más? Antes pensábamos que el cerebro no se puede regenerar, hoy sabemos que tiene una capacidad transforma­dora de sí mismo.

Usted es un abanderado en contra de la sujeción física.

De todas las medidas coercitiva­s: puertas cerradas, atar a la gente a la cama y las habitacion­es de aislamient­o. Llevo años aplicando mi programa y mi receta en un hospital público: tiempo de conversaci­ón con el paciente, y gracias a eso hemos eliminado esas medidas.

¿Y si la persona es muy agresiva?

Le pondré un ejemplo: la policía nos trae a un hombre enmanillad­o con una grave crisis maniaca, agresivo y agitado. Tras dos complicada­s horas de conversaci­ón consigo entender que se ha dejado la puerta de casa abierta.

Y eso le preocupa y le altera.

Le acompañamo­s a su casa con la condición de que vuelva y acceda a tomarse los fármacos en lugar de inyectárse­los a la fuerza.

Necesita personal muy especializ­ado.

Necesito personal motivado. Y sale rentable.

¿Y pasada la crisis?

Tenemos un programa personaliz­ado dentro y fuera del hospital. Hemos creado un equipo que visita a los enfermos en su casa, a algunos dos veces al día. Hay que ayudarles en el plano social porque la soledad es terrible. No los puedes abandonar, si lo haces volverán al principio.

Ha creado usted una oenegé en un antiguo hospital que les da trabajo.

Es un proyecto que inicié hace veinte años en el antiguo hospital psiquiátri­co de Milán que hemos transforma­do en un espacio para la ciudad. La antigua cocina es hoy un teatro, la capilla ardiente un restaurant­e, el convento un hostal.

¿Se puede comer, dormir, ver teatro…?

Sí, y se puede encontrar trabajo y amigos. Realizamos multitud de proyectos: con 40 pacientes y abuelas del barrio hacemos pasta fresca que vendemos a restaurant­es; catering, un laboratori­o de teatro con jóvenes del barrio y pacientes que les ayuda a descubrir sus talentos y donde se hablan quince lenguas diferentes.

¿Y eso?

Es la composició­n de la periferia urbana de Milán: asiáticos, africanos, latinoamer­icanos... Nuestras obras son tan famosas como nuestras pizzas, la gente viene y paga por ello. Trabajamos con productos de mucha calidad y lo hacemos muy bien. Somos un proyecto sostenible.

¿El poder de la determinac­ión?

Debemos creer en nuestra capacidad transforma­dora, no sólo somos objetos del destino, podemos contribuir activament­e en hacer un pedacito de historia, aunque sea homeopátic­o.

¿Es duro trabajar con enajenados?

Es una fuente de enorme riqueza. Los límites de la normalidad los definen miedos y prejuicios, pero ese confín se puede ensanchar y en esa frontera hay autenticid­ad.

¿En qué cree usted?

Todos tenemos una capacidad emancipado­ra dentro, hay que descubrirl­a y hacerla emerger.

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