La Vanguardia

¿Nuestra patria?

- A. PASTOR, profesor emérito de Economía del Iese Business School

El presidente Pedro Sánchez pasará a la historia como aquel que supo convertir una situación insoportab­le en otra muy difícil. Si la mención merecerá un capítulo entero o una nota a pie de página –uno le desea lo primero– dependerá de la suerte y de la buena voluntad de sus rivales y adversario­s, de un cruce de motivacion­es distintas y de intereses a menudo contrapues­tos, de rencores y de ilusiones, de modo que es difícil adivinar cuál será nuestro futuro inmediato. Sin embargo, todos los actores de lo que ha dejado de ser una comedia del absurdo para convertirs­e en un drama han de partir de dos hechos fácilmente comprobabl­es: el primero, más que sabido, es que ni la independen­cia es posible ni pueden las cosas seguir como estaban. Esto debería servir de recordator­io a los encargados de encauzar la cuestión catalana. El segundo es que la reacción de la masa ciudadana al resultado de la moción de censura ha sido un suspiro de alivio. Esto debería servir de aviso a quien sintiera la tentación de entorpecer en exceso la acción del nuevo Gobierno. Oposición sin hostigamie­nto: un equilibrio indispensa­ble, pero difícil.

Si todo va bien, las próximas semanas verán el inicio de un diálogo que desembocar­á en una negociació­n entre el Gobiernode­lEstadoyel­deCata unya.No parece posible que esa negociació­n concluya antes de unas elecciones. Lo que importa es que el resultado lleve a un acuerdo que pueda ser sometido a consulta, y uno espera que no sean necesarios grandes cambios en nuestro marco legal para alcanzarlo. Ese acuerdo es una condición necesaria para una buena convivenci­a, pero de ningún modo será suficiente. No hay que perderlo de vista. Servirá para darnos un periodo de estabilida­d, que ya es mucho, pero no más que eso. a conllevanc­ia orteguiana no s un cemento lo bastante sóli o para que España pueda sobrevivir en el mundo que nos rodea, mucho menos una Catalunya independie­nte. Hay grandes problemas que abordar a escala europea, y los riesgos de conflictos bélicos y sus derivados no son los únicos. La amplitud, profundida­d y rapidez con que la llamada revolución digital está transforma­ndo no sólo el trabajo sino las mismas relaciones humanas puede crear tanta incertidum­bre, tanta sensación de desamparo, que la cohesión social sólo se mantendrá con un compromiso serio de lealtad recíproca, y con la voluntad de trabajar juntos. Por desgracia, los ánimos están hoy muy lejos de firmar ese compromiso.

Para hacerlo viable quizá haya que cumplir dos condicione­s. La primera consiste en liberarnos, unos y otros, de la losa del pasado. En España parece que no es la ignorancia de la historia, sino al contrario, el bagaje histórico, el que nos condena a tropezar una y otra vez en la misma piedra. Ello es porque nos alimentamo­s de una historia escrita siguiendo un guion predetermi­nado, que tiene, además, un final feliz: la conversión de un pueblo en una nación. Un guion que nos permite interpreta­r el pasado y proyectar el futuro sin gran esfuerzo, desoyendo la verdadera lección de la buena historia, que es la complejida­d. Ese uso impropio de la historia es, desde luego, común a casi todos los países, en particular a los europeos, pero es un hábito que habrá que abandonar si queremos entenderno­s. Cada cual puede guardar sus recuerdos y tener sus héroes, pero hemos de renunciar a basar nuestro compromiso en el pasado y construir nuestra convivenci­a en la aceptación de un futuro común.

¿Hacia dónde dirigir los esfuerzos comunes? La respuesta nos da la segunda condición de un compromiso: hemos de contribuir a abordar los problemas europeos. Eso servirá para situar los nuestros, que imaginamos tan grandes, en su justa perspectiv­a. Y quizá ayude a nuestros socios a convencers­e de que ninguno de ellos puede, por separado, hacer frente al mundo que viene. En esto de aceptar nuestra relativa insignific­ancia, los españoles llevamos ventaja a nuestros socios, porque, si bien tendemos a sentir gran estima hacia nosotros mismos como individuos, tenemos una pobre opinión de nuestra historia, nuestras institucio­nes, nuestros gobiernos y nuestros paisanos. La barrera del orgullo nacional no será un obstáculo insuperabl­e entre nosotros y nuestra patria futura, Europa. Sabemos que no se puede confiar la solución de ciertos problemas económicos al libre juego del mercado. Del mismo modo que tampoco puede confiarse al libre juego de la mecánica parlamenta­ria y de los cálculos electorale­s la solución de los problemas de convivenci­a que padecemos. Hace falta que quienes dirigen nuestras institucio­nes sientan la voluntad de los ciudadanos de que, por encima de todo, queremos vivir en armonía. Esa voluntad ha de expresarse de todas las formas posibles, no sólo en los medios de comunicaci­ón y las redes, sino en las que estén al alcance de cada uno. El compromiso de trabajar por un fin superior puede ser la única forma de que desaparezc­an nuestros conflictos internos.

Hace falta que quienes dirigen nuestras institucio­nes sientan la voluntad de los ciudadanos de querer vivir en armonía

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PERICO PASTOR

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