La Barcelona de antes
Para los que llegamos después, Barcelona es un motivo literario. O muy cinematográfico, como las primeras escenas de El día de mañana, tercera serie de Movistar rodada íntegramente en la ciudad –tras Mira lo que has hecho y Matar al padre– y cuyos dos primeros capítulos se estrenaron en el Verdi. Según su director, Mariano Barroso, no es habitual fotografiarse con el autor de la novela en que se basa, porque los escritores suelen estar en desacuerdo con las adaptaciones. Todo lo contrario en este caso: Ignacio Martínez de Pisón felicita al equipo por un trabajo estupendo. Tanto es así, que a la salida se oye cómo el público murmura: “Es incluso mejor que el libro”. No. Es broma. La misma que le hace el actor Pep Cruz a Pisón antes de darse mutuamente la enhorabuena.
Cenan todos en el Salambó tras la proyección. Están Aura Garrido, Diana Gómez, Jesús Carroza. Pep Munné se ha ido antes porque hace dieta y los restaurantes son una tentación. Una chica felicita a Use Lahoz confundiéndolo con Dafnis Balduz; se da la vuelta y ve que no. Con Malcolm Otero y las agentes Mònica Martín y Txell Torrent comentamos que parecen más altos en la pantalla. Oriol Pla, que llega del Lliure y clava al protagonista –un avispado que intenta desenvolverse en la Barcelona de los sesenta, en plena ebullición–, cuenta que al leer la novela pensó que físicamente no se parecían en nada. El primer episodio es impresionante. En el segundo hay tres fiestas. Brindamos recordando a Félix Romeo, que decía: “Para que cuando estemos peor, estemos como ahora”.
La Barcelona de los ochenta era canalla y noctámbula. “De noche es cuando la gente es más sincera”, explica Joaquín Luna en el jardín del hotel Alma, donde presenta Menuda tropa! Aventuras y desventuras de un periodista divorciado (Península/Destino). No es habitual hacerlo a estas horas, aunque sea pleno solsticio y el día no se acabe nunca. A las nueve y cinco ya se han agotado los ejemplares en castellano. “Madrugar está sobrevalorado”, le disé:
La Barcelona de los ochenta era canalla y noctámbula y “de noche la gente es más sincera”, dice Joaquín Luna
ce a Víctor Amela, “no entiendo esta manía por la vida saludable; París de día tiene mal humor, por la noche es divertida”. Y Amela le recuerda que “nunca es demasiado tarde para ir a dormir”. Entre el público hay mujeres estilosas sobre sandalias de tacón, también están Paco Mir, Llàtzer Moix, Màrius Carol, Juan Tapia y otros muchos que conocieron las redacciones ruidosas, donde había whisky y colillas en los ceniceros, incluso un cura, la BBC sonaba de fondo.
Antes de la entrevista que el trío de La Contra le hace al autor, su prologuista Albert Om consideraba que el libro es una declaración de amor a los personajes secundarios, a la generación de periodistas que precedió a Luna, a una fidelidad a La Vanguardia que ya dura treinta y cinco años, a la vida desordenada y los funerales –fue al de Hassan II y al de Paquirri–. En definitiva, a los mundos que se acaban. Pero, ¿cómo empezaron? De pequeño, confiesa Luna, le llamaban Quiquín. ¿Y qué hacía Quiquín?, pregunta Amela. Los domingos iba solo al campo del Europa, a veces una hora y media antes del partido. ¿A qué bar vuelves siempre?, pregunta Lluís Amiguet. Esta me la “Al Giardinetto”. Cuenta que ha puesto el periodismo por delante de todo, “lo de conciliar nunca lo he hecho”. Y ahí va un dardo de Ima Sanchís: “Leyendo tu libro y tus artículos, se me ocurre... ¿añoras a tu mujer?”. Porque está claro que es un romántico y un sentimental.
Juan Manuel de Prada también lo es, como demostró en uno de los mejores momentos que nos ha regalado la televisión: en el 2011 anunció en directo que se casaba con su compañera del programa Lágrimas en la lluvia, María Cárcaba, justo antes de dar paso a El hombre tranquilo, de John Ford. Entonces ella le dijo: “Eres mi John Wayne”, a lo que él contestó: “Eres mi Maureen O’Hara”. Antes de eso, su juventud estuvo muy marcada por novias catalanas que lo tenían embrujado, según explica en el Saló dels Miralls del Liceu. Tal vez por eso le interesan tanto los autores de aquí. Y en el caso de Elisabeth Mulder, quiere “devolverle a Barcelona una escritora mayor de la literatura española”. Lo hace a través de la antología Sinfonía en rojo, publicada en la colección Obra Fundamental, de la Fundación Banco Santander que, con Francisco Javier Expósito como responsable literario y editor, recupera voces olvidadas de los siglos XIX y XX.
Mulder nació en 1904. Aprendió a escribir antes que a leer y con quince años ganó unos Jocs Florals. Hija de buena familia, dama ilustrada y cosmopolita, hablaba seis idiomas y publicó artículos en La Vanguardia durante dos décadas. El actual director, Màrius Carol, habla del que dedicó a Emilia Pardo Bazán y a Virginia Woolf. En su poesía no hay disfraz, dice Care Santos, y su narrativa está cargada de profundidad psicológica en un tono liviano, como se comprueba en el relato a la vez valiente y delicado Historia de Java. “Este libro me ha dado ganas de leer también lo que no está en él”, dice. La autora murió en 1987 y si sabemos poco de ella, según Prada, es porque una ceguera le impidió escribir sus últimos treinta años, y porque no se pronunció sobre temas políticos; no disfrutó de las prebendas de unos ni otros. Mulder también dedicó palabras de amor a la Barcelona de antes. Que hoy sigue siendo motivo literario.