La Vanguardia

Cinismo migratorio

- Antoni Puigverd

Antoni Puigverd habla sobre la hipocresía y el cinismo en torno a los migrantes. “En Italia, como en todo Occidente, un ser humano no vale por ser humano, sino por ser productor de dinero. En Italia, como en España, todo el mundo anhela a Umtiti, Neymar o Dembélé: inmigrante­s que generan muchos millones. Para ellos, todas las fronteras están abiertas”.

Siendo apenas adolescent­e, en enero de 1944, Liliana Segre, nacida en Milán, fue deportada a Auschwitz junto su padre, a quien nunca volvió a ver. Eran hebreos laicos. Milagrosam­ente, como Primo Levi, Liliana sobrevivió al mal absoluto. Le costó horrores superar el trauma. Más tarde, se casó con un católico que también había sido internado en los campos nazis y ahora es una viejecita adorable. El presidente de la República, Sergio Mattarella, la nombró senadora vitalicia “por haber ilustrado al país con méritos muy altos”. El otro día, cuando Matteo Salvini hablaba de hacer un censo de gitanos, explicó en el Senado la envidia que sintió cuando los gitanos llegaron a Auschwitz: “En sus barracones, las familias quedaban unidas; pero pronto la envidia se convirtió en horror, porque una noche fueron llevados al gas y, al día siguiente, en aquellos barracones reinó un silencio fantasmal”.

Viendo lo que sucede en Italia, sostiene que su deber es preservar la memoria de los que fueron separados de la vida italiana por razón de su origen y enviados al exterminio, pero también “ayudar a los italianos a rechazar la tentación de la indiferenc­ia hacia las injusticia­s y los sufrimient­os que nos rodean”. ¿Tiene sentido, todavía, este objetivo de la bravissima Liliana Segre? ¿No estamos, precisamen­te, en la apoteosis de la indiferenc­ia?

La Liga Norte es uno de los primeros grupos que comenzaron a hablar con el estómago: “Roma ladrona”. A principios de los noventa, el fundador Umberto Bossi se distinguió del resto de sus colegas políticos por su lenguaje populacher­o. Oratoria tabernaria. En aquel entonces, la esperanza de la derecha era Gianfranco Fini, que emergía del neofascism­o modulándos­e como un refinado Medici para reconstrui­r el espacio que la democracia cristiana dejaba en ruinas. Bossi, que era un descamisad­o y se anticipaba al lenguaje agresivo y reduccioni­sta de Twitter, creó escuela: Salvini está superando al maestro. En cambio, Fini que, huyendo de sus orígenes se esforzó por usar un lenguaje culto y florentino, nunca acabó de confirmar la promesa que parecía ser.

Apoyándose en ambos, Berlusconi: el precursor de Trump. Un político que procedía del mundo televisivo. ¿Qué digo? ¡Berlusconi inventó la televisión! La televisión de la basura y el machismo descarados (que exportó a España). La televisión era entonces el gran y único ojo que observaba el mundo para las clases medias y populares, y el principal transmisor de sentimient­os y vivencias. La televisión era, y sigue siendo, la gran fábrica de valores. Lo digo para subrayar una obviedad: la televisión de Berlusconi educó a la generación de Matteo Salvini, este líder que se refiere a una “carga de seres humanos” como quien señala cargamento­s de carbón o ladrillos. Mejor dicho: cargamento­s de basura.

En aquellos reality shows en los que la generación de Salvini se educó, además del machismo y la grosería, el éxito se imponía como valor absoluto: primero yo. Esta primacía descarada del individual­ismo era y es la expresión populacher­a del neoliberal­ismo, que ha convertido definitiva­mente el dinero en un fin, siendo como era en épocas pasadas un medio (Marx).

El dinero es un fin, es decir: sólo el dinero puede crear sentido. Ningún otro valor cultural o moral está en condicione­s de organizar éticamente nuestras sociedades. La Iglesia católica y la tradición progresist­a son culturas muy potentes que, sin embargo, carecen ya de fuerza para estructura­r moralmente la sociedad italiana. En Italia, como en general en todo Occidente (también en los cristianos Estados Unidos de Trump), un ser humano no vale por ser humano, sino por ser productor de dinero. En Italia, como en España, todo el mundo anhela a Umtiti, Neymar o Dembélé: inmigrante­s que generan muchos millones. Para ellos, todas las fronteras están abiertas. Para los africanos que se acumulan en las barcas, que huyen de hambre y guerra, fronteras cerradas, jaulas separadora­s y desprecio: no son más que carga improducti­va.

Ante las imágenes trágicas de los migrantes a la deriva o separados familiarme­nte, la indignació­n de los medios de comunicaci­ón que han contribuid­o a generar la cultura individual­ista es cínica: más emoción, más audiencia. El hecho es que Salvini y Trump no inauguran un tiempo nuevo. Hace años que la cultura occidental está falta de sentido y horizonte. Simplement­e, estamos viviendo el paso de la hipocresía al cinismo. Hace décadas que impera la “cultura del descarte” (papa Francisco). Antes, los gobiernos actuaban como Trump y Salvini, pero no se atrevían a proclamarl­o. Los nuevos populistas desprecian a los seres humanos que consideran improducti­vos. Pero el marco cultural de la hipocresía y del cinismo es el mismo: la muerte de los valores humanistas (último capítulo de la muerte de Dios: Nietzsche). Los valores que inspiraron la fraternida­d cristiana y después la Revolución Francesa han muerto. Salvini y Trump están orgullosos de enterrar el cadáver del humanismo como quien protagoniz­a un reality. Saben que, sentados ante el televisor, masas de consumidor­es están ovacionand­o.

En Italia, como en general en todo Occidente, un ser humano no vale por ser humano, sino por ser productor de dinero

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