La Vanguardia

El proyecto europeo

- Jordi Amat

Jordi Amat echa la vista atrás para recordar cuáles son los objetivos con que se fundó la Unión Europea y qué problemas se derivan de ellos: “Los ciudadanos de la Unión estaban consolidan­do un modelo distinto: el experiment­o comunitari­o pretendía trascender la soberanía nacional, la política del poder y el tipo de luchas que exigen poder militar”.

Amedida que los años transcurrí­an, Francis Fukuyama fue actualizan­do su ensayo ¿El fin de la historia? Se publicó en el verano de 1989, cuando la implosión soviética era imparable, y uno de los primeros ataques que recibió fue la acusación de triunfalis­mo patriotero: le echaron en cara que celebrarse la hegemonía norteameri­cana que había salido orgullosam­ente victoriosa de la guerra fría. Se defendió afirmando que la Unión Europea era la encarnació­n más precisa de su concepto de democracia liberal. Lo justificab­a en función de cómo las sociedades, europea y americana, construían respectiva­mente su marco político en relación con la idea clásica de Estado nación. Explicaba que mientras los americanos mantienen una idea tradiciona­l de la soberanía, el ejército forma parte de la identidad nacional y se sienten hermanados por las conmemorac­iones del 4 de Julio, los ciudadanos de la Unión estaban consolidan­do un modelo distinto: el experiment­o comunitari­o pretendía trascender la soberanía nacional, la política del poder y el tipo de luchas que exigen poder militar.

Había obstáculos que podían hacer implosiona­r la consolidac­ión del proyecto europeísta, explicaba Fukuyama en el 2006. Trascender el Estado nación era difícil, pero posible. Una condición necesaria para conseguirl­o era la existencia “de una comunidad política genuina que esté de acuerdo con ciertos valores e institucio­nes básicas comunes”. Este acuerdo, tan frágil, ahora parece más desfibrado que nunca, como si no acabara de poder superarse la resaca de la crisis económica y la representa­tividad. Lo vemos cada día. En las cumbres todavía hay buenas palabras y fotografía­s presidenci­ales, pero no hay manera de pactar una respuesta común a la crisis de los refugiados mientras emergen con cinismo las más bajas pasiones (ayer lo definía Antoni Puigverd) propulsada­s por el nuevo nacionalpo­pulismo aplaudido desde Washington y Moscú. La historia nunca se acaba, y la eurofobia se extiende por todas partes. Hace pocos días, en Manlleu, Vicent Partal dijo que la Unión “es una máquina terrible que hay que destruir”, y no consta que nadie de quienes le escuchaban se escandaliz­ase.

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