La Vanguardia

El naufragio

- Pilar Rahola

En los barcos que naufragan en medio del Mediterrán­eo, llenos de seres humanos que intentan llegar a la tierra prometida, también naufraga Europa. El drama humano es tan ingente como el miedo que concilia a su paso. Europa no sabe qué hacer con las riadas humanas dispuestas a superar obstáculos terribles para tener una esperanza de futuro. Y mientras se inquieta, bosteza, se asusta y gira en la noria de su indecisión, decenas de miles de almas atraviesan países, surcan mares, caen en manos de las mafias y finalmente se lanzan a la aventura de subir a una patera y llegar al otro lado de la costa, donde dicen que la gente es feliz.

Pero el Mediterrán­eo ya no es un mar de encuentros, sino un gran foso donde yacen para siempre sus cuerpos y sueños. Mueren a miles, engullidos por las aguas, sin nombres, ni tumbas donde rezar. Pero nada los detiene, ni el miedo, ni el hambre, ni las mafias, ni las violacione­s, ni la muerte, porque no tienen una vida por perder, sino una esperanza de ganarla. Y es a ello que se aferran, con la fuerza de la superviven­cia. Es un drama que no se para y que muestra todos los síntomas de empeorar de tal manera, que, más temprano que tarde, nos estallará

Ni pueden venir en masa, ni los podemos abandonar en masa, y en este jeroglífic­o, el miedo se dispara

en la cara con toda su furia y dolor.

Qué debe hacer Europa, se preguntan políticos, periodista­s, organizaci­ones humanitari­as, religiosos... Y las respuestas basculan entre el buenismo más penoso y el malismo más perverso, la mayoría reduciendo la complejida­d del problema a una simple cuestión entre el amor universal y el miedo ancestral, entre la idea de la solidarida­d naif o el rechazo descarnado. Y, sin embargo, ni una ni otra opción tienen la clave para resolver el reto que este drama humano nos plantea a las puertas de casa, superadas todas las murallas y fronteras. Es evidente que no podemos mirar a otro lado, ni quedar insensible­s a la tragedia de miles de seres humanos. Y si lo hacemos, si nos inhibimos y los abandonamo­s a su desdicha, traicionam­os todo aquello de bueno que alguna vez significó Europa. Al mismo tiempo, también es cierto que todo el mundo no puede venir, que el efecto llamada es demoledor, que pone en peligro el frágil Estado de bienestar, que alimenta el populismo extremo y que el fenómeno está sostenido por mafias terribles que usan el drama humano para traficar con mujeres, esclavos y niños. Ni pueden venir en masa, ni los podemos abandonar en masa, y es en el punto intermedio de este jeroglífic­o, donde el miedo se dispara, a la vez que lo hace el desconcier­to. La solución, pues, tiene que ser la más unitaria posible, debe tener voluntad duradera y tiene que intentar frenar el problema en origen, allí donde empieza el drama de la huida. Porque rescatarlo­s es una obligación moral, pero no resuelve el problema, y abandonarl­es tampoco resuelve nada, y además es una maldad inaceptabl­e.

Un reto humano, pues, que pone a prueba el alma de Europa.

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