La santa indignación
Basta con escuchar ciertas tertulias, a los abogados de siempre y a los medios de comunicación públicos de Catalunya para llegar a la conclusión de que el traslado de políticos independentistas a prisiones catalanas no es motivo de alegría, satisfacción o cualquier otro sentimiento humano positivo. Más bien lo contrario: santa indigna ción.Co mm ed’ habi tu de ...
No es muy atractivo sumarse a un movimiento político-sentimental tan pendular en el que, pase lo que pase, el resultado final es siempre el mismo: la frustración. ¡Menudo negocio!
Ayer, parecíamos más contentos algunos no independentistas, ingenuos de nosotros, por creer que el acercamiento penitenciario aminoraba el sufrimiento personal –ese que no veo por ningún lado en los exilios dorados– de presos y sus familiares y –por ende– el de quienes les apoyan.
Quizá exista, pero no he sabido yo captar esa alegría entre quienes se llenan la boca con los políticos presos. Y nomedirán que no ha llegado ya la hora de encontrar puntos de acercamiento entre los ciudadanos y de abandonar la obstinación por romper muros a cabezazos para luego quejarse de la brecha.
Nada de alegrías sino otro agravio a pesar de que el protocolo del traslado es el mismo que se aplica a todo ciudadano por decisión –entre otros– de quienes con sus escaños en el Congreso de los Diputados y el Parlament hubiesen podido modificar aquellos puntos que hoy son motivos de quejas, dramas y lamentos.
–¡Los queremos libres!
Ya. Y yo que me suban el sueldo, rebajado en su día por la sentencia judicial de mi divorcio. Y que no haya muertos ni flores en el mar.
Se trata de un primer paso en la bue- na dirección. No me sean palestinos: parece que aquí no se hace camino al andar sino al inmolarse (cobrando a fin de mes, eso sí, como durante la aplicación del artículo 155, ¡ni una dimisión!). La industria de la desconexión –nada que ver con el soberanista de la calle– parece enfurruñada con los atisbos de distensión que permiten que a un pequeño paso le siga otro.
Cada uno es muy libre de sentir, hacer política o pasar la vida a su manera. Hay muchas personas que acuden a una fiesta y todo les parece mal. Entre estas, destaca un arquetipo fantástico: el cuñadista, aquel que está deseando que tampoco los demás disfruten porque le duele la muela, es un soso o un rata.
Desde el exterior, el soberanismo da síntomas de prohibirse alegrías y de haber cambiado “las sonrisas” por un rictus cada vezmás cenizo, incapaz siquiera de celebrar que sus presos duerman más cerca de casa. Y con las ventajas –¿o no?– de estar bajo custodia de la Conselleria de Justícia.
El camino a la república se parece a un valle de lágrimas. Rentable para unos pocos y resignado para la mayoría. Las cruces... ¡en las iglesias!
No entiendo nada: el soberanismo se indigna incluso con el traslado a Catalunya de sus presos