Ola patriótica en la UE
La ola de patriotismo excluyente que se ha desencadenado en la Unión Europea es un síntoma engañoso. Porque el problema grave al que se enfrenta la UE actualmente no es quién va a acoger y financiar a los millones de tercermundistas fugitivos del hambre, sino el auge del populismo en una sociedad que se creía firmemente anclada en las excelencias democráticas.
Así, las cuitas de la señora Merkel con los bávaros son un problema mucho más del centroderecha alemán consigo mismo que de los alemanes con el millón largo de migrantes ya instalado en el país. Y, mutatis mutandis, se podría decir lo mismo de Austria, Italia, Polonia, Chequia, Eslovaquia, etc. Pero lo que es menos conocido en Europa central y meridional es que las naciones escandinavas, que parecían bastiones de la democracia parlamentaria, registran un auge populista del peor recuerdo. Tanto más cuanto que son repúblicas ricas que han alardeado durante lustros de estabilidad gubernamental y políticas humanitarias.
El caso escandinavo es casi asombroso, porque allá no es la cantidad de fugitivos acogidos lo que ha despertado la intolerancia; han sido los llamamientos al radicalismo nacional –a principios del siglo pasado los más radicales apelaban tanto a la patria como a la raza– lo que ha promovido a la Schwedendemokraten en Suecia, al Partido Popular Danés en Dinamarca
En todas partes se señala al mismo culpable del auge del populismo: la sordera cobarde de los partidos tradicionales
y al Partido del Progreso en Noruega. En todos estos casos el motor del éxito ha sido la idea de que el país necesita gobiernos de mano dura y tolerancias mínimas.
Y esto es muchísimo más alarmante que una victoria ocasional por una subida de los impuestos para ayudar a los inmigrantes o por muchos incidentes de convivencia entre los autóctonos y los recién venidos. Resulta sumamente significativo –e inquietante– que el auge de los partidos radicales no venga de nuevos votantes o de los movilizados en un brote de protesta, sino de la deserción de los votantes de los partidos tradicionales, que defienden valores que han caracterizado estas sociedades a lo largo de los últimos 70 años. La solidaridad, el respeto a los derechos de los demás, las normas cívicas encuentran cada vez más oídos sordos en unas sociedades que parecían haber alcanzado el mayor grado de convivencia consciente y respetuosa con los derechos de todo el mundo.
Esto podría ser un fenómeno natural, el de la consabida oscilación de los electores entre ofertas alternativas. Pero los analistas políticos señalan al mismo culpable en todas la naciones democráticas occidentales que están derivando ahora hacia el populismo: la sordera cobarde de los partidos tradicionales. Los partidos de siempre y sus dirigentes que no quieren oír las inquietudes y disgustos de sus gobernados. Ese empecinamiento en practicar una política de no lo menees, que es peor (quizá por falta de ideas, quizá por miedo a enfrentarse con tendencias desagradables) es castigada a la larga por los electorados con una fuga hacia el radicalismo.