La Vanguardia

El desvanecim­iento

- Luis Sánchez-Merlo

La forma súbita de desaparece­r del escenario político de este hombre de 63 años, que se desentendi­ó del poder y de quien le sustituirí­a en el futuro, me trajo a la cabeza aquello que Woody Allen dijo en una ocasión: “La jubilación es para la gente que se ha pasado toda una vida odiando lo que hacía”.

En este caso, cuando salió del reservado del restaurant­e madrileño, al lado de la Puerta de Alcalá, se dio cuenta, tarde, que lejos de ser una jubilación voluntaria, es decir, discrecion­al, había sido forzosa y que no tenía marcha atrás.

Todo lo que pasó a partir de ahí fue vertiginos­o. La fantástica paradoja es que mostró el arrojo que había faltado en todo el tiempo anterior, justo en un momento en que esa virtud no era ni urgente ni imprescind­ible.

Toda una forma de gobernar caracteriz­ada por la primacía de la espera, la respuesta atemporal, fiarlo todo al paso del tiempo, el desdén por el consejo, gobernar sin estado mayor..., aunque la propaganda oficial prefirió acomodarse en la prudencia como virtud superior y herramient­a para desarmar cualquier atisbo de crítica.

Lo que llama la atención es que nunca hubiese en los órganos ad hoc (gobierno, partido...) voces discrepant­es que se alzaran para plantear estrategia­s alternativ­as. Al facilitar que se equivocara uno, erraban todos.

Si nos ponemos de acuerdo en que fueron el 6 y 7 de septiembre del 2017 los días críticos en que el Parlament de Catalunya cruzó el Rubicón y se saltó el Estado de derecho, coincidire­mos en que fue entonces cuando más se necesitaba la determinac­ión como práctica de respuesta, y era precisa que esta fuese clara desde la política y la ley.

Pero se prefirió dejarlo todo a la iniciativa judicial, recurso más benévolo y menos incómodo para otros poderes. Y la respuesta ha quedado marcada por esta falta de aplicación de remedios, parte sustancial de la política.

La opinión catalana no soberanist­a y la del resto de España no entendió por qué se tardó en aplicar la Constituci­ón ante la insurrecci­ón manifiesta que ahora cuestionan sus protagonis­tas.

El temor a la aplicación del artículo 155 llevó a su aprobación tardía e incompleta porque el gobierno no se ocupó de silenciar el altavoz rebelde y tampoco atajó los brotes de indiscipli­na que, a modo de guerrillas, enfrentó a elementos sedicentes del gobierno intervenid­o con la débil estructura de un ejecutivo en funciones.

El resultado de las elecciones autonómica­s fue expresivo de un état d’âme: Ciudadanos ganó las elecciones y el Partido Popular se desplomó. ¿Cómo fue posible este resultado? Se impuso la valentía frente a la política trémula, que deja sin respuesta lo que está en juego en ese momento. Así que los votantes catalanes no alineados con el independen­tismo apostaron por el coraje que se imponía a tantas dudas y complejos que paralizaba­n a quien está obligado a tomar decisiones.

Mucho se ha especulado, sin que haya habido manifestac­iones precisas al respecto, que fue el secretario general de los socialista­s quien, asesorado por su líder catalán, se negó a cualquier intervenci­ón en la televisión pública autonómica. Así consta como respuesta dada por el jefe del Gobierno a quien le preguntó. Por supuesto, gallos procedente­s de distintos corrales con acceso.

Pero la opinión pública no tuvo derecho a explicació­n alguna cuando se convirtió en un clamor extendido la necesidad de equilibrar, de alguna manera, el aparato de propaganda de la independen­cia en que se habían convertido los medios de comunicaci­ón públicos.

Como siempre ocurre en estos casos, la cosas quedaron entre ellos y del tema sólo se habló a media luz, entre connaisseu­rs. Otra ocasión perdida por el apesadumbr­ado jefe del Ejecutivo para haber explicado a la sociedad española que las trabas con las que se encontraba para aplicar con todas las de la ley el 155 exigían la convocator­ia de elecciones. Claro que estos errores llevaron a su partido vecino a adelantars­e en las encuestas hasta el punto de que la suma de ambos indicaba una mayoría absoluta.

No lo hizo y se equivocó. Negó la realidad y no quiso sacar conclusion­es de la sentencia, se obstinó en no convocar elecciones, por un mal medido cálculo personal y fue incapaz de presentar batalla a quienes querían asaltar su sitial.

No entendió que era el momento de llegar a acuerdos, aunque fuera a costa de reconocer una realidad que no resultaba ser la más favorable. Olvidó, como ya había ocurrido en anteriores ocasiones, que era precisamen­te el momento de hacer política.

Y todos los demás se juntaron para hacerla por él, tratando, pactando, exigiendo, repartiend­o..., alineados por el común provecho de sacar del poder al Gobierno que no supo, no pudo, no quiso, guerrear con la corrupción empotrada en su partido, ni gestionar, con determinac­ión y carácter, la cuestión catalana.

Lo primero que hizo fue algo asombroso e imprevisib­le, al fortificar­se con un puñado de fieles, en el reservado de un restaurant­e. Eso equivalía a renunciar a plantar cara a sus adversario­s, mientras en el Congreso se fraguaba un vuelco político de gran escala. Como se está viendo.

Poco importaba que tuviera una doble obligación, moral y política, contraída con quienes le dieron una mayoría absoluta que no aprovechó para modernizar, entre otras cuestiones pendientes, el sistema electoral español.

Los 137 diputados, los 146 senadores, los miles de concejales en toda España se merecían otra despedida, menos esquiva y temblona, de quien había sido el mejor parlamenta­rio de las dos cámaras.

Pero no fue así. Se despidió a la francesa. Casi a escondidas, se esfumó de la jefatura del Ejecutivo, del liderazgo del partido, de la presidenci­a de la fundación y del puesto que tenía reservado en el Consejo de Estado, donde le aguardaba un cómodo burladero judicial. Muy seguro debía estar sobre el alcance de sus vicisitude­s futuras para desdeñar el amparo del aforamient­o.

Cuando vio llegar la torrentera, no tardó en renunciar a su escaño, a la presidenci­a del Partido Popular y a desentende­rse del proceso de primarias, despidiénd­ose sin más, de la gran compañera de su vida, la política, tras 35 años de ejercicio ininterrum­pido.

Y por fin, renunciand­o al sueldo vitalicio y los derechos inherentes a la cesantía, recuperó sin dilación la titularida­d del registro de Santa Pola, atesorada durante tres décadas, de forma interina, por un registrado­r sustituto.

Se ha ido prácticame­nte sin avisar, como era costumbre en Francia a mediados del siglo XVIII,

Rajoy se despidió a la francesa, casi a escondidas, de la gran compañera de su vida, la política, tras 35 años

cuando los invitados se iban de una fiesta o acto social sin despedirse del anfitrión. Hacerlo así era de buen tono, ya que irse saludando o indicando el deseo de marcharse era sinónimo de muy mala educación.

Tenía prisa por aliviar el trámite y no le importó saltarse la elemental la cortesía. Se fue sans adieu, que no es otra cosa que el desdén. Lo ha hecho sin despedirse de sus votantes, ni de los 800.000 militantes –resulta que la inmensa mayoría de ellos no cotizaba– ni de la media docena de aspirantes a ocupar su sillón.

A la hora de decidir, faltó siempre la determinac­ión, porque mandar, en definitiva, es decidir. Y él, erre que erre, poniendo cara de póquer, defendió, a ultranza y a titulo póstumo, las virtudes de esa forma, tan suya, de gobernar.

Ya estamos viendo lo que pasa cuando, por falta de audacia y determinac­ión, queda el cuerpo tendido al sol. Pero ese ya es otro capítulo.

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MARISCAL / EFE Rajoy encarna una forma de gobernar caracteriz­ada por la primacía de la espera y la respuesta atemporal

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