Barracas de madera y fuego
Los primeros espectáculos del Paral·lel se ubicaron en edificios precarios que eran frecuentemente devorados por los incendios
El Paral·lel es hoy una avenida con poca personalidad. Aún quedan nombres que evocan su pasado, pero las aceras están surcadas por comercios, bares y restaurantes poco atractivos que contemplan el tráfico que discurre entre la plaza de Espanya y el puerto y que se detiene allí poco. En sus orígenes, el Paral·lel era otra cosa: polvoriento y atestado de barracas que ofrecían los más variados y singulares espectáculos. Y siempre habitado por una multitud que iba de sitio en sitio buscando un poco de diversión.
Estos tiempos pretéritos de la singular avenida fueron recreados por el historiador del cine Jordi Artigas en su conferencia en el Centre de Recerca Histórica del Poble Sec (Cerhisec). Era un paisaje mutante, que cambiaba con rapidez entre otras causas porque, según contó el conferenciante, los incendios eran habituales y convertían las precarias construcciones en amasijos de cascotes.
A finales del XIX y principios del XX el Paral·lel era un dibujo sumamente variable, contó Artigas. Las barracas se levantaban sin orden ni concierto, fabricando escenas que hemos visto en las películas del Oeste. Las construcciones se erigían en cualquier lugar. En su puerta, un vocero anunciaba a gritos las atracciones, con aquel “pasen y vean”, mientras una música adornaba el anuncio y el movimiento de unos autómatas acompañaba al charlatán. Incluso había algunas que ofrecían más de un espectáculo, desde prestidigitadores, malabaristas, payasos perros y monos adiestrados hasta sujetos singulares.
De aquellos tiempos hay testimonios, como el que nos dejó Rossend Llurba, publicado en el libro Història del Paral·lel (Comanegra, 2017). A caballo de dos siglos, la calle era “un ermàs abrupte amb algunes hortes partides per un mal camí que conduïa del Baluard de les Pusses –a Drassanes– fins a la Creu Coberta”.
Artigas mostró imágenes de una de estas barracas, la del ilusionista Francesc Roca, que recordaba a las ferias: dibujos con colores llamativos para atraer al personal, autómatas y el vocero. También se instaló allí el empresario Farrusini, que aunque parezca de la Toscana, era de Lleida y se llamaba en realidad Enrique Ferrús, pero el cambio de apellido le daba más empaque. Él fue de los primeros en traer una gran novedad, el cinematógrafo, en una construcción muy barroca. El cine se mostró por primera vez en París en 1895 y en 1896 ya se exhibía en Barcelona.
En aquellos locales primigenios, nos cuenta Llurba, la gente se sentaba en bancos, en sillas o directamente en el suelo. En aquel entonces, las películas se anunciaban por metros: cuantos más tenían, mejor. Una viñeta humorística recogió esta particular publicidad, en la que se proclamaba que el filme que se programaba medía 19 kilómetros. Los títulos también eran peculiares: La huerfanita abandonada o las diversas versiones de las andanzas el ladrón de guante blanco Arséne Lupin.
El Paral·lel era un guirigay de tal magnitud que la prensa de la época se hizo eco del desorden constructivo, hasta el punto de que otro humorista recogía que el alcalde Joan Amat (que ocupó este cargo de 1901 a 1902) iba a visitar la avenida, y escribió un ripio que decía que si el edil “es ficaba al Paralelo” se podría “quedar lelo”.
Pero estas barracas tenían un problema añadido. La deficiente construcción, la iluminación precaria y los proyectores causaban frecuentes y pavorosos incendios que dejaban reducidos los locales a cenizas. El Teatro Circo Español (el primero que se levantó en la zona) fue pasto de las llamas, lo mismo que otra barraca que mostraba una colección de figuras de cera, o el Teatro Circo Olimpia y tantos otros, que luego reaparecerían en edificios más estables. El fuego era una obsesión de tal calibre que hasta los anuncios de proyectores en la prensa recogían sus medidas de seguridad, contó Artigas.
Con los años el Paral·lel evolucionó, y los teatros, cines y atracciones se ubicaron en edificios estables. Pero hay una cosa de aquellos tiempos que se percibe en las fotos y los dibujos de la época: la calle estaba llena de personas que pululaban mirando para escoger un espectáculo. Gente humilde: obreros, criadas, soldados que se mezclaban con los veteranos de las guerras coloniales ataviados con sus uniformes de rayas, que entonaban guajiras acompañados de sus guitarras a fin de sacarse unos reales.
“La clase trabajadora dio alas al cine”, relató Jordi Artigas, y por diez céntimos veía esas películas anunciadas por metros. Luego ya sería un espectáculo para toda la sociedad.
Las primeras películas exhibidas en los cines se anunciaban por metros: cuantos más tenían, mejor