Un divorciado en Wimbledon
Una de las ventajas del matrimonio es que si te gusta el deporte, vas al súper con la lista de la compra todas las semanas, no trasnochas y cumples 50, 60, 70 años, puedes resultar agraciado con un regalo sorpresa: una entrada para el torneo de Wimbledon.
Lo mío, en cambio, carece de épica. Tan pronto supe que tenía una invitación para el All England Club, compré un billete de avión para la madrugada del sábado y de Gatwick a Wimbledon en transporte público.
–¡Así no tiene mérito!
Eso pensaba en el vagón de metro cuando irrumpió una paloma –cosas de las estaciones al aire libre de Londres– cuyo aleteo ruidoso asustó a una joven, que pegó un chillido de pánico y atrajo las miradas del concurrido espacio. El novio –esto lo deduje por su reacción– puso cara de resignación –rozando la desaprobación o si me apuran el fastidio–, como si su pareja tuviese por costumbre chillar y asustarse con facilidad.
Un sábado en Wimbledon no decepciona. Desde la marcialidad de los recogepelotas hasta las abuelitas inglesas
En solidaridad con todos los casados, opté al atardecer por asistir a un partido de dobles mixto...
que se cuelan en el ascensor de la pista central, todo es imperial. Los jugadores visten de blanco, y al público le da por comer fresas a media tarde. Una semana entera en Wimbledon y me alisto a la reconquista de Jartum.
En un gesto de solidaridad con todos aquellos casados que no han sido retribuidos con una entrada a Wimbledon –bien porque un día se escaquearon de ir a Ikea, bien porque aún tienen por delante las bodas de oro–, decidí rematar la jornada con un partido de dobles mixto.
Incluso a mí me pareció discriminatorio y antimatrimonial que el campeón y la campeona en individuales se embolsen 2,5 millones de euros cada uno y la pareja que gana el doble mixto reciba 110.000 euros... ¡a repartir! ¿Así fomentamos las vocaciones?
¡Qué partido tan agradable! La pareja Jack Sock y Sloane Stephens, de los mismísimos Estados Unidos de América, ganó en dos mangas a María José Martínez, 35 años, española y residente en Barcelona, y el brasileño Demoliner, de 29. Aquello parecía un domingo campestre de dos matrimonios amigos porque hubo risas –de jugadores y público– y porque al terminar debieron de criticarse un poco, y eso que los varones no se pasaron los 71 minutos de partido tirando bolas al cuerpo de las tenistas en plan a por ellas.
La única diferencia respecto al matrimonio era que las parejas dialogaban mucho y se daban ánimos después de cada pifia. ¡Ni un reproche! Quizás llevan poco tiempo...
Al atardecer, había cola en la tienda del All England Club. ¡Qué tristeza! Yo hubiese podido estar allí, sopesando si me llevaba contra reloj una toalla de playa, una falda de tenis vintage o incluso –¿cabe mayor demostración de gratitud?– unas velas de esas que perfuman y alertan de que hay que cumplir. No se puede tener todo.