Compromiso de la Moncloa
Entre las muchas maneras en que pueden clasificarse los políticos hay una que podría ser de especial significación para descodificar el encuentro de ayer en la Moncloa entre Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, y Quim Torra, presidente de la Generalitat. Se diría que lo importante para Torra fuera haber repetido ante Sánchez lo que lleva diciendo desde que fue investido por el Parlament y haber salido ileso de la entrevista. Mientras que para Sánchez la clave residiría en haberse atenido a la máxima contención verbal, más allá de las inocuas observaciones paisajísticas.
La ocasión ha permitido diferenciar de una parte a los políticos que se sienten comprometidos por lo que dicen y procuran no decir nada para evitar incurrir en compromiso alguno y, de otra, los que consideran que les compromete aquello que escuchan y, en consecuencia, intentan que nada sea dicho en su presencia haciendo cuando es preciso un uso bloqueante de la conversación.
Entre los primeros, vienen a la memoria decenas de ejemplos de próceres que se instalan en el laconismo indescifrable de la esfinge o en la anfibología de las cartas pastorales de los eclesiásticos. Entre los segundos, hay un caso paradigmático encarnado por el presidente Felipe González, quien era capaz de hablar de modo incesante por tiempo indefinido cuando se proponía evitar que el invitado expusiera su caso porque entendía que el hecho de que le hubiera escuchado podría ser aducido por el interlocutor como prueba de compromiso.
El rey Juan Carlos cristaliza en el sistema antagónico. En su presencia se ha podido decir de todo. Así se enteraba al detalle. El problema venía cuando quienes habían sido recibidos deducían que la escucha significaba asentimiento y pensaban haber quedado autorizados hasta a las aventuras más disparatadas.
Volviendo a la Moncloa, Torra ha comparecido para hablar sin cortapisas pero dentro del campo gravitatorio terrestre y de la vigencia de la Constitución. También habrá comprobado, como ha subrayado un buen amigo en su telegrama de la Ser, que el propósito de estar en el candelabro es insostenible y que somos incapaces de percibir la velocidad por alta que sea, sólo acusamos las aceleraciones. Continuará.