Leer al enemigo (I)
Isaiah Berlin afirma, en la larga entrevista que le hizo Steven Lukes en 1997, que, a diferencia de la lectura de los aliados, que suele acabar aburriendo, puede resultar interesante leer al enemigo. Parece claro que, entre las razones que podrían explicar este interés, se encuentra la necesidad de conocer las armas con que pueden atacar aquellos a quienes se quiere combatir y los lugares más idóneos desde donde asediar sus posiciones. Inventarse un falso maniqueo que sea fácil de refutar tiene gran ventajas cuando se trata de hacer propaganda bélica entre quienes son afines a la causa por la que se lucha y con los que se comparten los prejuicios. Pero cuando se quiere persuadir a otros públicos es conveniente saber qué dicen realmente aquellos que también quieren convencerlos y con quienes se establece una relación polémica. En cualquier caso, este no es el motivo por el que Berlin afirma el interés de leer al enemigo. Según explicaba él mismo, a Berlin le parecía interesante leer al enemigo por una razón casi opuesta: “Porque el enemigo penetra las defensas, los puntos débiles, porque lo que me interesa es que es lo que no funciona en las ideas en que creo por si se tercia modificarlas o abandonarlas”.
No hay nada tan entrañable como un intelectual que se muestra dispuesto a revisar sus ideas haciendo uso de la autocrítica. Pero no conviene confiar demasiado en la imagen que los intelectuales dan de sí mismos. Para Berlin, que se presentaba como un paladín del liberalismo político y que fue uno de los ensayistas más brillantes de la guerra fría cultural, el enemigo era el comunismo, que consideraba el heredero del jacobinismo de una Revolución Francesa que, de acuerdo con un tópico tenaz, veía como el producto del pensamiento ilustrado de Rousseau y de Voltaire. Y, en su guerra literaria contra el comunismo, en la cual el ataque a las posiciones de la Ilustración francesa era una prioridad estratégica, el reaccionario católico Joseph de Maistre, el anti-ilustrado Johann Hamann o Georges Sorel, que son los autores que, en la entrevista, quiere hacer pasar por sus enemigos, no eran los rivales reales, sino unos aliados de gran utilidad. Como señala Zeev Sternhell en Les anti-Lumières. Du XVIIIe siècle a la guerre froide, estos autores no sólo le ofrecían sólo una mala caricatura de la Ilustración que le resultaba funcional de cara a las batallas que libraba subterráneamente mientras en la superficie se dedicaba a la historia de las ideas, sino también las armas que usaba en estos combates. Y, cuando se lucha con palabras, nunca es impertinente preguntarse hasta qué punto las armas hacen el guerrero. Esto es lo que hace el propio Sternhell cuando describe el liberalismo de Isaiah Berlin como un liberalismo particular y, en el fondo, bien poco liberal. Berlin decía que “ser liberal no era sólo aceptar las opiniones divergentes, sino admitir que quizás son los adversarios los que tienen razón”. El hecho que quisiera hacer pasar por adversarios aquellos que, en realidad, eran compañeros de armas invita a acompañar esta definición con una sonrisa.
No hay nada tan entrañable como un intelectual que se muestra dispuesto a la autocrítica